La primera satisfacción
del apetito debe
servir siempre como
medida para el
comer y beber, y el
apetito mismo es
la salsa del placer.
EPICTETO (55-135)
Hace apenas dos días, el 13 de agosto, se cumplieron
cuatrocientos noventa y un años de la caída de la capital mexica, la opulenta
ciudad de Tenochtitlan, en poder de las huestes de Hernán Cortés. Ese día fue
apresado el tlatoani Cuauhtémoc (quien era primo de Moctezuma Xocoyotzin) por el capitán ibero García Holguín, cuando
trataba de escapar ---a bordo de una embarcación-- del cerco impuesto por los
bergantines de los españoles. Dicha efeméride es motivo más que suficiente para
recordar ahora los hábitos manducatorios de dos poderosos monarcas, uno europeo
y el otro americano, quienes gobernaron casi simultáneamente en el siglo XVI.
Cuando los españoles llegaron a la capital del imperio
mexica no dejaron de asombrarse del refinamiento mostrado por el monarca
azteca. Moctezuma Xocoyotzin (Moctezuma
II, nacido en 1466, ya que Moctezuma I fue llamado Ilhuicamina), el Tlatoani
que gobernó el vasto imperio azteca de 1502 a 1520, quien era –de acuerdo a la minuciosa descripción que
hizo Bernal Díaz del Castillo, en su obra Historia Verdadera de la Conquista de la
Nueva España— un gourmet en
la cabal acepción de la palabra. Así dice el cronista de aquella gesta épica:
“”En el comer, le tenían sus cocineros sobre treinta maneras de guisados,
hechos a su manera y usanza, y teníanlos puestos en braseros de barro chicos
debajo, porque no se enfriasen, y de aquello que el gran Moctezuma había de
comer guisaban más de trescientos platos, sin más de mil para la gente de
guarda; y cuando habían de comer, salíase Moctezuma algunas veces con sus
principales y mayordomos y le señalaban cuál era el mejor, y de qué aves y
cosas estaba guisado....cotidianamente le guisaban gallinas, gallos de papada,
faisanes, perdices de la tierra, codornices, patos mansos y bravos, venados,
puerco de la tierra, pajaritos de caña, y palomas, y liebres y conejos y muchas
maneras de aves y cosas que se crían en esta tierra......él sentado en un
asentadero bajo, rico y blando, y la mesa también baja, y allí le ponían sus
manteles de mantas blancas y unos pañizuelos algo largos de lo mismo, y cuatro
mujeres muy hermosas y limpias le daban agua a manos en unos como a manera de
aguamaniles hondos, que se llaman xicales, y le daban sus toallas, y otras dos
mujeres le traían el pan de tortillas......mientras que comía, ni por
pensamiento habían de hacer alboroto ni hablar alto los de su guarda, que
estaban en las salas. Traíanle frutas de todas cuantas había en la tierra, mas
no comía sino muy poca de cuando en cuando””. Hasta aquí la cita de Díaz del
Castillo.
Moctezuma II sorprendió a Cortés y a sus lugartenientes
por la elegancia de la que hacía gala en sus hábitos manducatorios. En la
Segunda Carta de Relación, dirigida al monarca español (Carlos I de España y V
de Alemania), Hernán Cortés refiere que a Moctezuma, “al principio y al fin de la comida y cena
siempre le daban agua a manos. Y con la toalla que una vez se limpiaba, nunca
se limpiaba más”. El conquistador extremeño ignoraba que la educación que el
antepenúltimo emperador azteca había recibido en el Calmecac establecía, entre
varios otros rígidos preceptos educativos, lo siguiente: “quiero que adviertas,
hijo mío, la manera que has de tener en el comer y en el beber. Se templado en
la comida y en la cena...la honestidad que debes tener en el comer es ésta:
cuando comieres, no comas con demasiada desenvoltura, ni des grandes bocados en
el pan, ni metas mucha vianda junta en la boca, porque no te añuzgues, ni
tragues lo que comieres como perro. Comerás con sosiego y con reposo, y beberás
con templanza cuando bebieres...mira que no te hartes de comida, sé templado,
ama y ejercita la abstinencia y el ayuno”.
Salvador Novo, en su libro Cocina Mexicana o historia
gastronómica de la ciudad de México, menciona lo siguiente: “”En
términos muy parecidos describe Cortés, en su Segunda Carta de Relación, la
comida de Moctezuma. También al capitán le sorprende que “al principio y al
final de la comida y la cena, siempre le daban agua a manos y con la toalla que
una vez se limpiaba nunca se limpiaba más, ni tampoco los platos y escudillas
en que le traían una vez el manjar se los tornaban a traer, sino siempre
nuevos, y así hacían con los braserillos””
Todo lo contrario a Moctezuma II era la “Sacra, Católica
e Imperial Majestad” de Carlos I de España y V de Alemania, hijo de Felipe el
Hermoso y Juana la Loca (ésta última hija de Isabel de Castilla y Fernando de
Aragón), (a quien Hernán Cortés y sus soldados nunca pudieron haber observado
cuando comía), quien abdicó en 1557 a
favor de su hijo Felipe II, para recluirse en el monasterio de Yuste, sito en
la Provincia de Cáceres, donde continuó con sus pantagruélicas comelitonas,
hasta que expiró el imperial glotón, el más representativo de los guzgos, en septiembre
de 1558, agobiado su cuerpo por infinidad de dolencias.
Pedro Antonio de Alarcón dijo de él que “fue el más
comilón de los emperadores habidos y por haber. Maravilla leer el ingenio,
verdaderamente propio de un gran jefe de Estado Mayor, con que resolvía la gran
cuestión de vituallas, proporcionándose en aquella soledad de Yuste los más
raros y exóticos manjares; con decir que comía ostras frescas en el centro de
España, cuando en España ni siquiera había caminos carreteros, bastará para
comprender las artes de que se valdría a fin de hacer llegar en buen estado a
la sierra de Jaranda sus alimentos favoritos”.
Manuel M. Martínez
Llopis, en su documentado libro Historia de la Gastronomía Española”,
menciona lo siguiente: “Cansado de gloria y harto de recibir los honores que
correspondían al soberano más poderoso del orbe, decidió retirarse ---el 3 de
febrero de 1557--- a Yuste para velar por la salvación de su alma, recluido en
una celda y alejado de toda pompa, pero sin olvidar del todo el regalo del
cuerpo, pues desde que el egregio huésped ocupó su camareta monacal los monumentales fogones del
monasterio se encendían con gran actividad para satisfacer el buen apetito del
Emperador”.
Otro escritor, Emilio Castelar, señala que “tenía un
apetito voraz, parecido a un hambre continua. Este apetito le constreñía de
suyo a comer muchísimo, y este comer excesivo le causaba si no indigestiones sí
desarreglos en el estómago. Agréguese a esto la configuración de sus mandíbulas
y la imposibilidad absoluta de masticar bien sus alimentos diarios. No se
moderó gran cosa en la mesa después de su abdicación y su retiro. Apartado del
mundo para satisfacer sus propensiones individuales, interrumpidas por los públicos
negocios, debía darse todo entero a la
más natural y más fácil de satisfacer: a la propensión a la comida y la
mesa”.
El cosmógrafo mayor de Carlos I de España y V de
Alemania, Alonso de Santacruz, dejó el
siguiente testimonio: “Su mayor fealdad era la boca, porque tenía la dentadura
tan desproporcionada con la de arriba, que los dientes no se encontraban nunca,
de lo cual se seguían dos daños: el uno tener el habla en gran manera dura, y
lo otro tener en el comer mucho trabajo, por no encontrarse los dientes no
podía masticar lo que comía, ni bien digerir, de lo cual venía muchas veces a
enfermar. En el tiempo de su comida casi no hablaba palabra y tampoco en la
sala donde estaba. Los manjares que más le agradaban eran de venados y puercos
monteses, de avutardas y grúas. No era amigo de comer potajes, sino de asado y
cocido, ni jamás le servían lo que hubiese de comer, sino que él mismo se lo
había de tomar”.
Roger Asma, por su parte, escribió que había bañado su
abundante comida con generosos tragos de vino. “Sumergió su cabeza en un gran
vaso de plata y en cada ocasión bebió por lo menos un cuarto de galón –casi un
litro— de vino del Rin”.
Otro testimonio es el de Van Meale, ayuda de cámara de
aquel regio personaje que vivió sesenta años (y quien al morir presentaba el
aspecto de un decrépito anciano), quien pensaba que el hambre exagerada que
padecía era “el manantial antiguo y muy profundo de las numerosas enfermedades
del Emperador”.
De ese rey ibero menciona Néstor Luján las siguientes frases:
“Aún no ha cumplido los cincuenta y seis años cuando renuncia en Flandes a
todas sus dignidades, y meses más tarde marcha hacia el monasterio donde
acabará sus días. La retirada del Emperador sorprendió al mundo entero, y tiene
su origen en un estado anímico derivado posiblemente de sus agudas dolencias. Y
es que semejaba ya un anciano a los cuarenta y cinco años de edad....La imagen
del césar Carlos montado a caballo ante sus tropas, con la pierna en
cabestrillo por la gota, es de una feroz y majestuosa vitalidad. Aparece en
ella el acusado prognatismo de su rostro, que le obligaba a tener la boca
abierta, tanto más cuanto que su labio inferior era extraordinariamente grueso,
como suele suceder en la familia Habsburgo....Es evidente que su masticación
era muy deficiente, amén de tener, desde muy joven, una dentadura escasa y
mala. Cerrando la boca, no podía juntar los dientes. Así pues, no es raro que
digiriese dificultosamente, sobre todo si consideramos que engullía con una
voracidad ansiosa e irreprimible”
A continuación agrega el ameno escritor que es Néstor
Luján, autor de preciosos libros en torno a la gastronomía: “Carlos V no se
corrigió jamás. En Yuste siguió devorando sus manjares predilectos a pesar del
refrán español que dice “la gota se cura tapando la boca”. El monasterio y su
maravilloso y sosegado paisaje no gustaron a ninguno de sus acompañantes,
aunque vivían con gala y lucimiento y no se privaban de ningún manjar. Las
relaciones de su secretario Gaztelu y su mayordomo Luis Méndez Quijada, quien
hacía treinta años que le servía, expresan la preocupación de no poder
satisfacer en todos los puntos a la portentosa y abismal glotonería de Carlos
V. Y, sin embargo, conocemos los manjares que llegaban hasta el monasterio:
ostras vivas o picadas, anchoas en salazón, sardinas, mariscos de toda especie
conservados en unas cajas con hielo o nieve, pasteles de lamprea, la enigmática
jalea de anguilas, perdices, liebres y venados, las frutas de Yuste, los
espárragos.
Carlos I había llevado al retiro a su propio cervecero y
acompañaba sus pantagruélicas comidas con grandes cantidades de cerveza helada,
a pesar de las hemorroides y de la gota que le atormentaron sus últimos días”.
Es muy probable que si tuviéramos la oportunidad de
revisar la historia clínica del emperador español Carlos I, quien, al decir de
sus contemporáneos (sobre todo de
quienes estuvieron cerca de él, en sus
años de retiro en el cenobio de Yuste, y fueron testigos de los estragos que
las enfermedades de origen metabólico hicieron en el maltrecho organismo del
otrora poderoso césar), padecía de
numerosas enfermedades atribuibles a su desenfrenada gula, nos daríamos cuenta
que esas notas médicas mostraban estrecha similitud con la descripción del
estado de salud del rey inglés Enrique
VIII, el padre de Isabel I. Este obeso monarca sufrió, igualmente, de múltiples
dolencias físicas, debidas, seguramente, a sus excesos en el comer y en el
beber. Su obesidad le produjo, entre otros muchos problemas, impotencia sexual, lo que para un
rey que anhelaba, de manera ardiente,
tener descendencia masculina, era
un trastorno mayúsculo. Al llegar la muerte a ambos monarcas sus organismos
mostraban una acentuada decrepitud, que
es posible apreciar en los retratos que de ellos hicieron varios pintores, a
pesar de que los estragos del tiempo, visibles sobre todo en el rostro de esos
regios personajes, fuesen suavizados por
los artistas que dejaron a la posteridad la imagen caduca de esos aristócratas.
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