Se habla del Paraíso
donde hay huríes, donde corre el Río Celeste,
Donde abundan vino
límpido, miel y azúcar.
¡Bah! Llena pronto una
copa de vino y dámela,
porque un gozo presente
vale por mil gozos futuros.
OMAR KHAYYAM (siglo XI-XII)
Aquí en la tierra es la
región del momento fugaz.
¿También así en el lugar donde de algún modo
se vive? ¿Allá se
alegra uno? ¿Hay allá amistad?
¿O sólo aquí en la
tierra hemos venido a
conocer nuestros
rostros?
AYOCUAN CUETZPALTZIN (Tenochtitlan: siglo XV-XVI)
Buena comida y buenos
vinos: ese es el paraíso
en la tierra”.
ENRIQUE IV, de Francia
(1553-1610),
Cuando me refiero a la gastronomía en el paraíso no estoy haciendo
alusión a ningún restaurante que lleve ese nombre, sino que me ocupo de la
región celestial a la cual ---según aseguran los libros sagrados de diferentes
religiones--- se encaminan los justos y bienaventurados una vez concluido su
ciclo de vida terrenal, así como de las principales características de lo que
allí degustaban (porque en muchos de
esos relatos se hace hincapié en lo que comían y bebían)
los seres que moraban en ese
privilegiado sitio, común a muchas religiones y mitologías de la antigüedad.
La palabra paraíso proviene del vocablo paradesha,
en lengua sánscrita, que significa “región elevada”. Otra versión es que la
palabra paraíso (paradiso, en italiano; paradise, en inglés ---el término heaven tiene un
significado similar, y al hacer referencia a la bóveda celestial tiene por voz
contraria Infierno---; paradies, en alemán; paradis, en francés) deriva de la voz
griega paradeisos, de origen persa, que tiene el significado de “parque,
jardín cerrado”. Para muchos grupos
étnicos de la antigüedad, en sus respectivas mitologías, el paraíso estaba
ubicado en la parte más elevada de una montaña, casi tocando el cielo, las
etéreas regiones donde moraban los justos, aquellos seres privilegiados a
quienes los dioses ---o bien su único
dios--- colmaban de dichas y venturas.
Tres religiones monoteístas: el judaísmo, el islamismo y el cristianismo,
incorporan la creencia de un sitio en el cual existe cabal ausencia de
sufrimiento y se caracteriza por la completa satisfacción de los deseos
corporales. A ese lugar se le denomina paraíso. El término Edén significa en
idioma griego “delicia”, y frecuentemente se dice “jardín del Edén”, para
nombrar el primer lugar de residencia
del género humano. Por cierto, Edén proviene de la palabra Eddin,
nombre sumerio de la llanura de Babilonia, que para algunos autores era una
planicie de hermosísimos jardines.
Otro vocablo repetidamente utilizado en los relatos
mitológicos helénicos es Arcadia, una imaginaria región ubicada en la
parte central del Peloponeso, donde moraba el dios Pan, la deidad tutelar de la
naturaleza. Virgilio, el poeta latino, fue el primero en referirse a las
múltiples bellezas de ese paraje. Por otro lado, el Jardín de las Hespérides,
de acuerdo a la mitología griega, era el cautivante sitio donde moraban las
hijas de Atlas, o de Hesper, cuidando del árbol que tenía no solamente las
ramas y las hojas de oro, sino también los apetecibles frutos, las manzanas que
de allí colgaban. Este Jardín de las Hespérides estaba ubicado en las regiones más occidentales del
mundo, y era el sitio reservado a los
seres perfectos, quienes habían alcanzado un envidiable nivel de excelsitud y
superación espiritual. Otto Seeman, autor del libro Mitología Clásica Ilustrada,
consigna que “en los confines occidentales del mundo poseía Helios, el dios del
Sol, un espléndido palacio y un jardín famoso, cuyo nombre era Jardín de las
Héspérides, puesto bajo la custodia de las Hespérides (las Ninfas de Occidente,
también llamadas las Hijas del Atardecer). Ese fabuloso recinto era muy
renombrado porque había un frondoso árbol del cual pendían manzanas de
oro”.
Muchas religiones
--leo en la Enciclopedia Británica-- incluyen la noción de una existencia, de gran
felicidad y deleite anímico y corporal,
después de la muerte. Una vida en la cual el tiempo no significa nada, y
que se distingue por la cabal ausencia del sufrimiento físico o emocional, con
plena satisfacción de los deseos corporales. Para el cristianismo el paraíso es
el sitio de postrer descanso, donde los seres bendecidos por Dios gozan
eternamente de su presencia.
Para los pueblos escandinavos el paraíso recibía el nombre
de Walhalla, mientras que en otras sagas occidentales el Elíseo,
situado en los confines occidentales de la tierra, era un hermoso sitio,
colmado de jardines tapizados de fragantes flores, donde sus habitantes vivían
en un estado de permanente felicidad. En
diversos relatos se habla de los Campos Elíseos, denominación que
procede de la mitología griega. Era el sitio reservado a los muertos, a las
almas plenas de virtud --un paraje del
todo semejante al paraíso de los cristianos—,
que allí hallaban el descanso eterno. Conviene señalar que la residencia
del Presidente de Francia, en Paris, lleva el nombre de Palacio del Elíseo
(en lengua francesa se denomina Palais de l'Élysée).
Este encantador lugar era, seguramente, una especie de Shangri-lá,
nombre de un mágico recinto, ubicado en los valles occidentales del
Himalaya, donde sus habitantes disfrutan de bienestar y paz. Este lugar de
ficción fue descrito en la novela Horizontes Perdidos, de James
Hilton, como un utópico paraíso terrenal, una tierra de permanente felicidad.
La historia descrita por ese escritor británico está basada en el concepto de
Shambhala, una ciudad mágica en la tradición budista del Tibet.
En el Corán se describe que el cielo (igualmente designada
con otros nombres: la morada de los
justos: al-jann: el jardín, el Jardín
del Edén: jannat-adan, y el Jardín de las Delicias: jannat
al-na’im)en realidad formado por siete cielos, era la mansión a donde iban los
seres elegidos de Alá. Allí había “hermosos jardines, regados por corrientes de
cristalinas aguas y con arroyos de vino,
que será la delicia de quienes lo beban....(y) exquisitos frutos al alcance de
todas las manos....disfrutarán de vírgenes de grandes ojos negros, púdica
mirada y tez de incomparable hermosura, que no han sido tocadas ni por hombres
ni por genios, las cuales permanecerán así eternamente”. Estas juncales
mujeres, las huríes, fueron prometidas
por Mahoma, el profeta de Alá, a los fieles seguidores de la religión
musulmana, una vez que hubiesen llegado a ese recinto donde los que allí
habitaban permanecían por siempre en un estado de inmarcesible lozanía.
Estas regiones celestiales,
a las que he venido haciendo referencia, fueron llamadas también Empíreo
(el diccionario define esta palabra como la parte más alta del cielo), a la
cual llegó el poeta Dante Alighieri, de acuerdo al inmortal relato de La
Divina Comedia, conducido por
Beatriz Portinari, su idolatrada musa, en el décimo cielo del paraíso. Empíreo
es, según Tolomeo, astrónomo y matemático griego, la parte más sublime del
cielo, casi tan luminosa como el fuego. La palabra empíreo, en lengua
castellana, deriva del latín empyreus, y éste vocablo proviene del griego
empyrios, que puede ser traducido como incandescente, lleno de fuego El empíreo
es aquella celestial mansión en la cual los ángeles, los santos y los
bienaventurados gozan de la presencia de Dios.
En la mitología china el paraíso recibía el nombre de Tierra
de la Suma Felicidad, y estaba ubicado en la cumbre del monte Kuen-luen.
Allí había un palacio de jade, de nueve pisos, rodeado de jardines, donde
vivían los justos.
Conviene recordar que la montaña más alta del mundo, el
Everest, de 8.848 metros sobre el nivel del mar, lleva el nombre de Sagarmatha,
en sánscrito, que significa “Diosa Madre del Mundo”, y que en lengua tibetana se le llama Chomolungma,
que tiene el significado de “Lugar donde no vuelan los pájaros”).
Los pueblos prehispánicos que habitaron Mesoamérica
imaginaban que el paraíso de Tláloc --el
dios de la lluvia--, llamado Tlalocan, era un sitio de deleites
corporales, donde había hermosos jardines y
manantiales de frescas y cristalinas aguas, pletóricos de peces, y por
doquier se veían volar mariposas multicolores. En Tepantitla, dentro del
perímetro de Teotihuacan, es posible contemplar el mural que representa el
Tlalocan, el cual fue pintado, según aseveran los arqueólogos, allá por el año
550 de nuestra era.
Por su parte, los quichés (indígenas de Guatemala
estrechamente vinculados con los mayas), por su parte, suponían que el paraíso,
llamado Xibalba, estaba localizado en un lugar subterráneo.
Ahora bien, a diferencia de los paradisíacos lugares (donde disfrutaban de una placentera
existencia, saboreando exquisitos manjares y deliciosos vinos) que era cada uno
de los recintos líneas arriba mencionados, el paraíso de Adán y Eva, y el de los cristianos en su totalidad, era algo mucho más modesto, casi podría yo
decir una sencilla y rústica morada
---casi una vivienda de interés social---, en la cual los placeres del
gusto (y también los otros, llamados carnales, a pesar de que no hacen
referencia a la ingestión de productos cárnicos) estaban bastante soslayados.
En la Sagrada Biblia (edición de Eloíno Nacar y Alberto Colunga;
Madrid, 1952), en el Libro del Génesis, en la primera
parte, titulada La Creación del Universo, leemos lo que a continuación transcribo:
“Formó Yavé Dios al hombre del polvo de la tierra y le inspiró en el rostro
aliento de vida, y fue así el hombre ser
animado. Plantó luego Yavé Dios un jardín en Edén (sic), al oriente, y allí
puso al hombre, a quien formara. Hizo
Yavé Dios brotar en él de la tierra toda clase de árboles hermosos a la vista y
sabrosos al paladar (pregunto yo: ¿
qué acaso el primer hombre, a quien todavía no se le había dado nombre,
comía árboles, o bien comía los frutos de éstos?). Y el árbol de la vida, y en
el medio del jardín, el árbol de la ciencia del bien y del mal”. Líneas
adelante, en el mismo capítulo “El Paraíso”, en el versículo 15, se menciona lo siguiente: “Tomó pues, Yavé
Dios al hombre y lo puso en el jardín del Edén para que lo cultivase y lo
guardase (me parece que no están en lo correcto quienes aseguran que Adán,
aquel remoto ancestro del género humano, vivía una vida de holganza, un
delicioso “dolce far niente”, pues ya tenía la tarea de cuidar del jardín
donde moraba), y Yavé le dio este mandato: “De todos los árboles del paraíso
puedes comer (más bien debió quedar escrito en ese libro de la Biblia que podía
comer de los frutos de todos los árboles, porque alimentarse de ramas y
cortezas como que no resultaba nada apetitoso)
pero del árbol de la ciencia del bien y del mal no comas, porque el día
que de él comieres, ciertamente morirás”.
Fue entonces, líneas
adelante, en dicho libro del
Génesis, cuando dijo Yavé Dios: “No es
bueno que el hombre esté solo, voy a hacerle una ayuda semejante a él. Y Yavé
Dios trajo ante Adán (este es el momento en el cual el primer hombre tuvo ya
nombre, cuyo significado en lengua hebrea es “tierra”) todos cuantos animales
del campo y cuantas aves del cielo formó de la tierra, para que viese como los
llamaría, y fue el nombre de todos los seres vivientes el que él (Adán) les
diera. Y dio Adán nombre a todas las aves del cielo y a todas las bestias del
campo (muy difícil tarea debió ser para Adán formular la taxonomía de todos los
seres vivos, pero no hay que olvidar que se hallaba inspirado por Dios). Pero
entre todos ellos --los animales— no había para Adán ayuda semejante a él
(nótese que es la segunda ocasión, en el mismo capítulo, que la Sagrada Biblia menciona “ayuda semejante
a él”, no dice compañera, ni mujer; únicamente “ayuda semejante a él”). Hizo,
pues, Yavé Dios caer sobre Adán un profundo sopor; y dormido tomó una de sus
costillas, cerrando el lugar con carne, y de la costilla que de Adán tomara
formó Yavé Dios a la mujer, y se la presentó a Adán. Adán exclamó: “Esto sí que
ya es hueso de mis huesos, y carne de mi carne. Esta se llamará varona, porque
de varón ha sido formada”.
No deja de parecerme sorprendente que en muy diversas
mitologías, en la ancha faz de la tierra, anónimos cronistas se refirieron a los gozosos
placeres de los que disfrutaban, principalmente al deleitar su paladar
con suculentos platillos y muy exquisitos vinos, quienes estaban aposentados en
aquellas elevadas regiones siderales. No se diga los moradores del Olimpo,
quienes, presididos por Zeus (un insaciable Don Juan, que se deleitaba en
seducir a las féminas que tenía a su alrededor), gozaban de báquicos festines, en los que
Ganímedes -- el antecesor de los
sommeliers de nuestros días— servía el
vino a los dioses, que habían sido convidados a esos luculianos banquetes.
Nada de esto ocurre en el relato de la Biblia concerniente a la diaria pitanza de Adán y de
Eva, su consorte, la cual, por haber tenido lugar en el Edén, debió haber sido
digna de ser comentada en esa antiquísima crónica. Las escuetas noticias giran en torno a que
se alimentaban de frutos de aquel celestial jardín, pero nada más se dice
acerca de otros placeres palatales. No fue sino hasta después de haber sido
desahuciados del paraíso, tras de haber
comido ese fruto (por primera vez en las
Sagradas Escrituras se consigna que
comieron un fruto, y se asienta que comieron una manzana, que les ofreció la
serpiente), cuando Adán llamó a Eva por este nombre. Para entonces ya Adán
había sido advertido que, a partir del instante de su expulsión de aquel lugar
de extraordinaria hermosura natural, acción ejecutada por un ángel de flamígera
espada), habría de alimentarse con el sudor de su frente. Las palabras precisas
con las que fue acremente amonestado fueron las siguientes: “Por tí será
maldita la tierra. Con trabajo comerás de ella todo el tiempo de tu vida. Y
comerás las hierbas del campo. Con el sudor de tu rostro comerás el pan. Hasta
que vuelvas a la tierra”.
Todas estas amenazas alusivas al terrible y azaroso porvenir que les aguardaba
fuera del paraíso (en otras mitologías no he encontrado situación similar,
relativa a que un inquilino de ese celestial recinto haya sido violentamente
puesto de patitas en la calle, privándosele del derecho de seguir habitando en
él) me llevan a suponer que, cuando Adán
disfrutaba de las delicias del Edén, su vida era plena de placeres, principalmente
en lo concerniente a los deleites gastronómicos
(sin olvidarme de aquellos otros jubilosos momentos en los que
contemplaba la radiante hermosura del Edén,
escuchaba el gorjeo de las aves y
aspiraba los delicados aromas de las flores que, por doquier, cubrían
ese sitio de increíble belleza), puesto que las frases que iracundo profirió
Yavé Dios se referían, casi de manera exclusiva, a lo que les esperaba a Adán y
a Eva en su cotidiana actividad manducatoria, una vez que estuviesen privados
de las bondades propias del paraíso, la
cual significaría un constante esfuerzo para disponer de “los sagrados
alimentos”, nombre que el vulgo da a la comida, primordial requerimiento para
mantener en buen funcionamiento la
máquina corporal.
La imagen que ilustra
este articulo es la pintura mural del Tlalocan: el Paraíso de Tláloc, en
Teotihuacan
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