Los hombres que voluntariamente no han
aprendido a disfrutar el arte de la gastronomía,
se han privado de acceder a un maravilloso mundo de
delicados aromas y apetitosos sabores, que no sólo
brindan deleite a los sentidos corporales, sino que
también llenan de alegría y felicidad al espíritu.
Miguel Guzmán Peredo
En aquellas remotas edades del Paleolítico, época que se estima dio comienzo hace dos y medio millones de años y concluyó hace aproximadamente diez mil años, habitó en China un grupo de hombres a los que la ciencia antropológica ha denominado Homo erectus pekinensis. Existen considerables evidencias de que en numerosos sitios de ese país, principalmente en Chou-K’ou-Tien, aquellos ancestros del género humano utilizaron de manera intencional el fuego, bien para sus primeros rituales, bien para cocer las carnes de las que se alimentaban.
Fue aquel un momento muy especial en la vida de los primeros hombres que habitaron el planeta Tierra, ya que comenzaron a cocinar sus alimentos, superando de manera dramática la costumbre ---vigente hasta el descubrimiento del fuego y su consiguiente aplicación en la cocción de las carnes--- de engullir crudos los pedazos de carne de los animales que habían logrado cazar. Me atrevo a suponer que este hecho puede equipararse, en la historia de la alimentación de los primeros hombres, con la formidable “Revolución Cultural”, dada por el sorprendente cambio que se registró en aquellos lejanos días, que se estima tuvo lugar hace diez mil años. Abandonaron sus hábitos de nómadas errabundos para tornarse sedentarios agricultores. Dejaron de depender de los productos alimenticios que obtenían simplemente recolectando o cazando, durante sus azarosas peregrinaciones de un lugar a otro, en su incesante búsqueda de comida, para empezar a aprovechar los frutos de la tierra y dar comienzo a una actividad más utilitaria, la de domesticar algunos animales que, más tarde, serían su principal fuente alimenticia.
Al paso de los siglos, por no decir de los milenios, los hombres fueron ampliando sus conocimientos en torno a los diversos alimentos de los cuales podían disponer. La agricultura fue adquiriendo mayor importancia a medida que algunos miembros de cada grupo étnico, a quienes primeramente se les llamaba chamanes y más tarde astrólogos y astrónomos, fueron teniendo una idea más precisa acerca del movimiento de los astros. De esta manera, mediante complicadas ceremonias rituales, pudieron interpretar los oráculos que sus deidades tutelares les comunicaban, y así estuvieron en condiciones de decidir el momento idóneo para sembrar en los lugares dedicados al cultivo. En otro momento del año, según pudieron percatarse por su repetida observación de la esfera sideral, llegaron a la conclusión que había llegado la época de recoger esos frutos, que en su desbordada imaginación no eran otra cosa que los dones que la Madre Tierra les brindaba generosa.
En todas las culturas que nos han precedido, en todas las civilizaciones de la antigüedad, han existido numerosos espíritus superiores, llamados divinidades, a quienes los hombres han encomendado la delicada misión de proveerlos de alimentos y de agua: los dos requerimientos esenciales para mantener la vida. Sería en verdad prolijo mencionar a todos esos númenes que, en diversas mitologías, han sido objeto de acendrada veneración de parte de los mortales, quienes confiaban en ellos para su supervivencia. Baste con señalar que entre los romanos la diosa Ceres era considerada la diosa de las mieses y de las cosechas, en cuyo honor eran celebradas las festividades denominadas Cerealia. Ceres era el equivalente de la deidad griega Deméter. En los pueblos helénicos había acentuado culto a la diosa Gastérea, la décima musa, quien preside los deleites del gusto. Entre los aztecas se rendía culto tutelar a Chicomecoatl (“ 7 mazorcas de maíz”), que era considerada la diosa de los mantenimientos, equivalente a Ceres, y a Centeotl, la diosa de la abundancia. Los zapotecas, pobladores de Oaxaca, consideraban a Pitao Cozobi el dios de la agricultura.
A medida que fueron transcurriendo las centurias fue desarrollándose la ciencia de la gastronomía, palabra que alude al conocimiento del arte de comer. La necesidad básica, durante muchos siglos, fue ---y ha sido--- simplemente la de comer, para mantener el buen funcionamiento del organismo por medio de una ingesta más o menos apropiada, en cantidad y en calidad. Ya luego habría de surgir la gastrosofía, vocablo que, a juicio de Harry Schraemli, hace referencia a la ciencia de los placeres de la mesa. Llámesele gastronomía o gastrosofía el arte del biencomer ha sido motivo de sesudos ensayos, lúcidos escritos y complejas investigaciones, los cuales han permitido ampliar, en forma por demás sorprendente, el panorama en todo aquello que se refiere a la comida de los seres humanos. Y mientras que unos muestran, en lo concerniente a sus hábitos manducatorios, claros indicios de refinamiento y distinción, y por ello son llamados sibaritas o epicúreos, otros son calificados de gastrólatras por la obsesión que muestran en torno a los placeres del comer y del beber.
Las frases anteriores, me parece, constituyen un acertado preámbulo para referirme a un magnífico libro, cuyo título es El sabor de las palabras, escrito por Anina Jimeno Jaén y publicado en México por la Editorial Aguilar.
Este documentado volumen de 304 páginas es una obra literaria fruto del amor y la pasión ---lo mismo que del conocimiento--- de su autora, por todo aquello inherente a la gastronomía. Bien podría yo llamarlo Diccionario Gastronómico, ya que es un catálogo, por orden alfabético, de las palabras propias de la materia gastronómica, así como de las definiciones de éstas. En este volumen se halla el significado de infinidad de vocablos que aluden a un aspecto determinado de la gastronomía, como, por ejemplo, ágape, agave, alcaparra, cacao, chocolate, especias, gastronomía, pan, queso, vino, y yogur, y muchísimas más, que todos los interesados en el biencomer y el bienbeber solemos utilizar cotidianamente. De una manera clara y en extremo amena, a continuación de cada palabra viene la explicación de su significado, lo que enriquece el conocimiento en torno a ese término en especial, ampliamente empleado en esta deleitable materia.
Conocer qué significa una determinada palabra ---o bien recordar lo que pudo haber sido olvidado---, como Angostura, Foie Gras, Gulash, Levadura, Sirloin, Smörgasbord y Trufa, por sólo mencionar unos cuantos de estos vocablos contenidos en tan interesante libro, amplia nuestro saber y entender del arte de la gastronomía, el cual, en los tiempos actuales, viene adquiriendo una creciente importancia.
Para concluir, y a manera de colofón, quiero transcribir unas frases de Fray Bernardino de Sahagún, el autor de ese monumento histórico que es la Historia General de las Cosas de la Nueva España, en las cuales alude a la ineludible necesidad que tiene el género humano de alimentarse. ”No hay en el mundo ningún hombre que no tenga necesidad de comer y de beber, porque tienen estómago y tripas. No hay ningún señor ni senador que no coma y beba. No hay en el mundo soldados y peleadores que no tengan necesidad de llevar su mochila. Los mantenimientos del cuerpo tienen en peso a cuantos viven, y dan vida a todo el mundo, y con esto está poblado el mundo todo. Los mantenimientos corporales son la esperanza de todos los que viven para comer”..
aprendido a disfrutar el arte de la gastronomía,
se han privado de acceder a un maravilloso mundo de
delicados aromas y apetitosos sabores, que no sólo
brindan deleite a los sentidos corporales, sino que
también llenan de alegría y felicidad al espíritu.
Miguel Guzmán Peredo
En aquellas remotas edades del Paleolítico, época que se estima dio comienzo hace dos y medio millones de años y concluyó hace aproximadamente diez mil años, habitó en China un grupo de hombres a los que la ciencia antropológica ha denominado Homo erectus pekinensis. Existen considerables evidencias de que en numerosos sitios de ese país, principalmente en Chou-K’ou-Tien, aquellos ancestros del género humano utilizaron de manera intencional el fuego, bien para sus primeros rituales, bien para cocer las carnes de las que se alimentaban.
Fue aquel un momento muy especial en la vida de los primeros hombres que habitaron el planeta Tierra, ya que comenzaron a cocinar sus alimentos, superando de manera dramática la costumbre ---vigente hasta el descubrimiento del fuego y su consiguiente aplicación en la cocción de las carnes--- de engullir crudos los pedazos de carne de los animales que habían logrado cazar. Me atrevo a suponer que este hecho puede equipararse, en la historia de la alimentación de los primeros hombres, con la formidable “Revolución Cultural”, dada por el sorprendente cambio que se registró en aquellos lejanos días, que se estima tuvo lugar hace diez mil años. Abandonaron sus hábitos de nómadas errabundos para tornarse sedentarios agricultores. Dejaron de depender de los productos alimenticios que obtenían simplemente recolectando o cazando, durante sus azarosas peregrinaciones de un lugar a otro, en su incesante búsqueda de comida, para empezar a aprovechar los frutos de la tierra y dar comienzo a una actividad más utilitaria, la de domesticar algunos animales que, más tarde, serían su principal fuente alimenticia.
Al paso de los siglos, por no decir de los milenios, los hombres fueron ampliando sus conocimientos en torno a los diversos alimentos de los cuales podían disponer. La agricultura fue adquiriendo mayor importancia a medida que algunos miembros de cada grupo étnico, a quienes primeramente se les llamaba chamanes y más tarde astrólogos y astrónomos, fueron teniendo una idea más precisa acerca del movimiento de los astros. De esta manera, mediante complicadas ceremonias rituales, pudieron interpretar los oráculos que sus deidades tutelares les comunicaban, y así estuvieron en condiciones de decidir el momento idóneo para sembrar en los lugares dedicados al cultivo. En otro momento del año, según pudieron percatarse por su repetida observación de la esfera sideral, llegaron a la conclusión que había llegado la época de recoger esos frutos, que en su desbordada imaginación no eran otra cosa que los dones que la Madre Tierra les brindaba generosa.
En todas las culturas que nos han precedido, en todas las civilizaciones de la antigüedad, han existido numerosos espíritus superiores, llamados divinidades, a quienes los hombres han encomendado la delicada misión de proveerlos de alimentos y de agua: los dos requerimientos esenciales para mantener la vida. Sería en verdad prolijo mencionar a todos esos númenes que, en diversas mitologías, han sido objeto de acendrada veneración de parte de los mortales, quienes confiaban en ellos para su supervivencia. Baste con señalar que entre los romanos la diosa Ceres era considerada la diosa de las mieses y de las cosechas, en cuyo honor eran celebradas las festividades denominadas Cerealia. Ceres era el equivalente de la deidad griega Deméter. En los pueblos helénicos había acentuado culto a la diosa Gastérea, la décima musa, quien preside los deleites del gusto. Entre los aztecas se rendía culto tutelar a Chicomecoatl (“ 7 mazorcas de maíz”), que era considerada la diosa de los mantenimientos, equivalente a Ceres, y a Centeotl, la diosa de la abundancia. Los zapotecas, pobladores de Oaxaca, consideraban a Pitao Cozobi el dios de la agricultura.
A medida que fueron transcurriendo las centurias fue desarrollándose la ciencia de la gastronomía, palabra que alude al conocimiento del arte de comer. La necesidad básica, durante muchos siglos, fue ---y ha sido--- simplemente la de comer, para mantener el buen funcionamiento del organismo por medio de una ingesta más o menos apropiada, en cantidad y en calidad. Ya luego habría de surgir la gastrosofía, vocablo que, a juicio de Harry Schraemli, hace referencia a la ciencia de los placeres de la mesa. Llámesele gastronomía o gastrosofía el arte del biencomer ha sido motivo de sesudos ensayos, lúcidos escritos y complejas investigaciones, los cuales han permitido ampliar, en forma por demás sorprendente, el panorama en todo aquello que se refiere a la comida de los seres humanos. Y mientras que unos muestran, en lo concerniente a sus hábitos manducatorios, claros indicios de refinamiento y distinción, y por ello son llamados sibaritas o epicúreos, otros son calificados de gastrólatras por la obsesión que muestran en torno a los placeres del comer y del beber.
Las frases anteriores, me parece, constituyen un acertado preámbulo para referirme a un magnífico libro, cuyo título es El sabor de las palabras, escrito por Anina Jimeno Jaén y publicado en México por la Editorial Aguilar.
Este documentado volumen de 304 páginas es una obra literaria fruto del amor y la pasión ---lo mismo que del conocimiento--- de su autora, por todo aquello inherente a la gastronomía. Bien podría yo llamarlo Diccionario Gastronómico, ya que es un catálogo, por orden alfabético, de las palabras propias de la materia gastronómica, así como de las definiciones de éstas. En este volumen se halla el significado de infinidad de vocablos que aluden a un aspecto determinado de la gastronomía, como, por ejemplo, ágape, agave, alcaparra, cacao, chocolate, especias, gastronomía, pan, queso, vino, y yogur, y muchísimas más, que todos los interesados en el biencomer y el bienbeber solemos utilizar cotidianamente. De una manera clara y en extremo amena, a continuación de cada palabra viene la explicación de su significado, lo que enriquece el conocimiento en torno a ese término en especial, ampliamente empleado en esta deleitable materia.
Conocer qué significa una determinada palabra ---o bien recordar lo que pudo haber sido olvidado---, como Angostura, Foie Gras, Gulash, Levadura, Sirloin, Smörgasbord y Trufa, por sólo mencionar unos cuantos de estos vocablos contenidos en tan interesante libro, amplia nuestro saber y entender del arte de la gastronomía, el cual, en los tiempos actuales, viene adquiriendo una creciente importancia.
Para concluir, y a manera de colofón, quiero transcribir unas frases de Fray Bernardino de Sahagún, el autor de ese monumento histórico que es la Historia General de las Cosas de la Nueva España, en las cuales alude a la ineludible necesidad que tiene el género humano de alimentarse. ”No hay en el mundo ningún hombre que no tenga necesidad de comer y de beber, porque tienen estómago y tripas. No hay ningún señor ni senador que no coma y beba. No hay en el mundo soldados y peleadores que no tengan necesidad de llevar su mochila. Los mantenimientos del cuerpo tienen en peso a cuantos viven, y dan vida a todo el mundo, y con esto está poblado el mundo todo. Los mantenimientos corporales son la esperanza de todos los que viven para comer”..
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