UNA
CHARLA CON SALVADOR NOVO
Cuando me apersoné en su morada abrió la puerta un esbelto efebo de tez morena, agradables facciones, juncal cuerpo y cadencioso andar. Por su aspecto físico me pareció un digno exponente de la raza indígena, quien, seguramente, era el asistente del personaje a quien yo buscaba. Le comenté que no tenía cita para hablar con Salvador Novo, y que lo único que yo deseaba era obsequiarle un ejemplar de dicho libro, pues de alguna manera hacía alusión a los testimonios de los cronistas de siglos XVI al XX, quienes en sus escritos se habían ocupado de narrar las historias y leyendas de las tres cumbres nevadas de mayor altitud de nuestro país: el Citlaltépetl (5.748 mts.), el Popocatépetl (5.452 mts.) y la Iztaccíhuatl (5.250 mts.).
Este joven me comentó ---al regresar de haber hablado con su empleador--- que el Maestro Salvador Novo se encontraba ocupado, y que no le era posible recibirme, pero que yo podía dejarle el libro que le llevaba. Cabe agregar que mucho me agradó recibir, a los pocos días, una amable carta suya (en aquellos días no existía el fax y menos el E-Mail), donde encomiaba la obra que yo había pergeñado.
Cabe
decir que Salvador Novo, nacido en 1904, en
los albores del siglo XX, fue un maestro
en el galano arte de escribir. Su
dominio fue completo en los diferentes géneros que cultivó: poesía, crónica, prosa,
teatro, periodismo, y también fue un renombrado
director teatral y extraordinario cronista de la ciudad de México. Su pluma, de acerada ironía, era de una
elegancia wildeana, que le granjeó, por su desparpajo y gracejo, no pocos
enemigos en el mundo de las letras y las artes mexicanas. Entre varias otras, son célebres sus obras
teatrales La culta dama, Yocasta o casi, La guerra de las gordas y A ocho
columnas.
Notoriamente
homosexual, no se inhibió en hacer gala de sus preferencias sexuales, en una
época en que la mayoría de esas personas no se atrevían a salir del closet, y
menos todavía a manifestar abiertamente su personal inclinación a este respecto.
Sus numerosos enemigos se referían a él, con virulenta acrimonia, alterando su
nombre y llamándolo Nalgador Sobo.
En
su domicilio, instaló, a mediados de la
década de los años cincuenta, el Teatro “La Capilla”, donde montó numerosas
obras teatrales, y un restaurante llamado “El Refectorio”, donde servían a la
nutrida clientela platillos nacionales de gran exquisitez, según los
comentarios de la prensa de aquellos lejanos días.
Pues
bien, varios años más tarde, una soleada tarde de verano, después de haber
escalado las escarpadas laderas del Monte Parnaso (evocando la intensa y apasionada actividad
que yo había realizado, como
excursionista y montañista, en las cumbres nevadas de México, durante poco más
de cuatro décadas), me encontraba yo en la cumbre de ese agreste picacho
griego, de 2.457 metros de altura, próximo a la población de Delfos, al norte
del Golfo de Corinto. En las laderas de esta cumbre se halla el Templo de
Apolo, donde alguna vez estuvo el célebre Oráculo de Delfos. Es prudente
señalar que “Parnaso era el nombre
de un personaje mitológico. Por ser la morada de Apolo y las Musas, se considera
al Monte Parnaso como la patria simbólica de los poetas”.
En
los momentos en que recordaba que, de acuerdo con la mitología helénica, allí
residían las Musas, vi venir hacia
mí a Salvador Novo, pulcra y elegantemente
ataviado, como era su inveterada costumbre.
Teniendo
conocimiento que desde el 3 de enero de 1974 este émulo de Oscar Wilde ---según mi personal apreciación--- era morador de las esferas ultraterrenas, y
disfrutaba de la compañía de las Mélides, en el Jardín de las Hespérides, pensé
que seguramente había ido ese día al Parnaso a entrevistar a Melpómene y a Talía,
las Musas de la tragedia y de la comedia, respectivamente. No quise dejar pasar
esta feliz oportunidad para conversar con él acerca de la gastronomía, tema en
el que fue, asimismo, una personalidad muy distinguida en la capital mexicana. Fue por ello que, una vez instalados bajo un
frondoso álamo, cuyo ramaje mitigaba un
poco las inclemencias del acentuado calor vespertino, dio comienzo la conversación con tan notable
literato mexicano
---Dígame,
Maese Novo, usted cuyo conocimiento de la lengua náhuatl y de las costumbres
gastronómicas de los pueblos prehispánicos fue tan amplio, ¿cuál era la dieta
de los aztecas?
---Asentados ya en Tenochtitlán, la laguna brindó a los
mexicas una rica provisión de proteínas: el caviar del ahuauhtli, los acociles,
los charales, los jumiles. Y las ranas, los patos, gallaretas, apipizcas. Las chinampas empezaron a producir legumbres (quilitil),
el tomate de proclamada rubicundez, la gordura que le da nombre tomatl, “cierta
fruta que sirve de agraz en los guisados o salsas”; y la combinación de tomates
y quelites y chiles en moles, jugos ultravitamínicos exprimidos en el molcaxitl.
---A
su juicio, ¿con esos alimentos se encontraban bien nutridos nuestros ancestros?
---Era
ciertamente parca la dieta de aquella raza;
y asombrosa la agilidad, fortaleza y reciedumbre de aquellos caminantes
infatigables, de aquellos viejos que alcanzaban
longevidades increíbles, dueños aun de todas sus facultades físicas y
mentales; de su dentadura firme, blanquísima y completa; de su pelo recio,
lacio, negro y brillante.
---En
su libro Cocina mexicana, cuyo subtítulo es Historia Gastronómica de la
Ciudad de México, usted describió lo que los conquistadores se llevaron
de México, una vez dueños de la opulenta capital de los mexicas. ¿Qué puede decirme al respecto?
---Lo
que de más valioso se llevaron los conquistadores no es ciertamente el oro
(el
teocuitlatl: el excremento de los dioses).
El oro es muerte, inercia. Se
acaba, se esconde. Lo bueno, llamado por los mexicas “cualli”, es lo que da alimento al hombre y lo que, como
el hombre, es capaz de reproducirse y prosperar, frutecer, ser eterno, nuevo a
cada primavera, a cada re-encarnación.
Esa es la verdadera riqueza, la imperecedera riqueza; la que cuando México
entrega al mundo, su cesión no constituye un despojo que lo prive de su riqueza
natural ni que lo empobrezca; sino una fraternal comunicación de sus
bienes. Lo que no se agota; nuestras
semillas, plantas, frutas, que llevarán por todo el mundo el tributo generoso
de México.
---Una
vez establecido en la Nueva España el periodo colonial tuvo lugar un mutuo
enriquecimiento de la cocina azteca con la ibera. Los elementos de una y otra se fundieron
sápidamente, sentándose así las bases de la cocina mexicana de nuestros días.
¿Está usted, Maese Novo, de acuerdo en ello?
---En
efecto, consumada la independencia, sobreviene un largo periodo de ajuste y
entrega mutuos; de absorción, intercambio, mestizaje: maíz, chile, tomate,
frijol, pavos, cacao, quelites, aguardan, se ofrecen. Llegaron arroz, trigo, reses, ovejas, cerdos,
leche, quesos, aceite, ajos, vino y vinagre.
--Cuál
sería, a su juicio, el clímax de ese mestizaje gastronómico?
---Los
chiles rellenos: de queso, de picadillo; con pasas, almendras y acitrones;
capeados con huevo batido; fritos, y por fin, náufragos en salsa de tomate y
cebolla, con su puntita de clavo y de azúcar.
Para coronar un arroz con chicharos; para verse acompañados de frijoles
refritos en el viaje que los arropa en el abanico de la tortilla caliente que
sostienen –cuchara comestible—dos dedos diestros hasta una ávida boca, ya hecha
agua. O la orfebrería coronada de rubíes
de los conventuales chiles en nogada.
---Maestro,
usted que en su feudo gastronómico de “La Capilla”, en el barrio de Coyoacán de
la ciudad de México, rindió culto a Gastérea,
la Décima Musa, quien preside los deleites del guiso. ¿Qué puede decirme de la
influencia francesa, tan ostensible en el siglo decimonónico, en la capital de
la República Mexicana?
-—Restaurantes
y hoteles fueron desde el principio la actividad a que los franceses se
dedicaron con éxito y pericia en el México del siglo XIX. El afrancesamiento de las costumbres
consistió sobre todo en elevar el nivel de la elegancia en torno a la mesa del
restaurante. Una minuta redactada en
francés confería una clara superioridad a quien pudiera
descifrarla, y le extendía una patente de aristocracia, distinción y
mundanidad. ¿Quién iba a pedir un caldo
con verduras y menudencias, si en la minuta del restaurante podía señalar el
renglón que anunciaba lo mismo, pero con el nombre elegante de “petite
marmite”? ¿Quién un cocido si había “pot au feu”? ¿Quién pediría un guisado si
podía ordenar un gigot? ¿Pollo, si volaille, queso, si fromage? Los franceses poseían el secreto de bautizar
con nombres críticos y desorientadores los muy variados platillos que listaban
en sus restaurantes.
Ya
las últimas frases me iban resultando punto menos que inaudibles. La silueta del sibarítico gourmet se iba
difuminando a medida que la tarde iba cayendo, y las primeras tinieblas
invadían el entorno. Hubo un momento en
que estuve solo, hablando sin tener ningún interlocutor que contestara mis
preguntas. Pero yo estaba eufórico por
la sorprendente experiencia que había tenido,
de conversar con Salvador Novo, aún cuando fuera por unos breves
momentos, en aquel aislado paraje del
Parnaso, la montaña donde moraban Apolo y las Musas.
No hay comentarios:
Publicar un comentario