UNA CHARLA CON EL LAZARILLO DE TORMES
Julio
Torri, un eminente historiador de la literatura hispana, escribió lo siguiente:
“Como es bien sabido, las letras españolas alcanzan su edad clásica -–o sus siglos de oro— en el XVI
y XVII. El período más brillante comprende los
últimos treinta años del siglo XVI y los primeros treinta del siglo siguiente,
período en que conviven las generaciones representadas por Cervantes, Lope de Vega y Quevedo”. De esa época, agrego yo, data El Lazarillo de Tormes,
obra con la cual, a decir de los especialistas en la novelística ibérica del
siglo XVI, da comienzo la novela picaresca, por muchos llamada “la epopeya del
hambre”. Sus personajes son,
generalmente, seres de corta edad --motivo por el cual no hay escenas amorosas
en esos libros---, quienes sobreviven sirviendo
a diversos amos, a cual más de famélicos, harapientos y miserables.
Los
personajes de esas novelas, en las cuales queda descrita de manera muy
pormenorizada la paupérrima existencia
de esos seres marginados de la sociedad de su tempo, “Emplean -–dice Torri—
para ganarse el sustento la malicia, y la visión que ofrecen de la vida
es risueña y divertida, sin desesperación ni amargos resabios. El medio ambiente hostil y duro agudiza el
ingenio del pícaro, y lo dota de socarronería y disimulo”. El Lazarillo de Tormes es considerado hoy en día una obra
anónima (publicada en 1554), que describe la circunstancia social por la
que transcurren las andanzas de su joven protagonista, la cual refleja la lacerante situación por la que atravesaba España a
mediados del siglo XVI.
Pues
bien, aconteció que hace unos meses, estuve yo hospedado por segunda ocasión,
en tres años, en el Parador Nacional Conde de Orgaz, en la hermosísima ciudad
de Toledo, llamada “La ciudad Imperial”,
ya que fue la sede de la corte del
emperador Carlos I de España y V de Alemania, y denominada también “la ciudad de las tres culturas”, pues fue el
lugar de residencia, durante varios siglos, de cristianos, judíos y musulmanes, quienes allí
convivieron pacíficamente, mejor
cabría decir que coexistieron de
manera armónica, para ejemplo de futuras generaciones. Este lujoso hotel está ubicado en las afueras
del casco histórico de tan primorosa ciudad, en las laderas del Cerro del
Emperador, y desde sus terrazas se contempla una extraordinaria panorámica de esta urbe, apreciándose
nítidamente, a lo lejos, la Catedral, el Alcázar y las blancas sinagogas,
mientras que en la parte baja corre el río Tajo, tan cantado en infinidad de
poesías.
Una mañana,
después de haber almorzado opíparamente ---recuérdese que los filólogos aseveran que
la palabra almuerzo viene del vocablo
árabe al morsus, que significa
comida ligera que tiene lugar por la mañana---,
hice una detenida visita al Alcázar de Toledo, sitio donde se
registró una encarnizada batalla entre franquistas y republicanos, durante la
Guerra Civil española.
Al
concluir el recorrido de este histórico recinto me encontré con un imberbe jovenzuelo cuyo
nombre verdadero sería Lázaro González Pérez, pero a quien, por sus miserables
orígenes y por haber venido al mundo en las inmediaciones de un río de
Salamanca, el Tormes, todos llamaban Lazarillo de Tormes. El historiador José García López dijo que “era el
hijo de un padre ladrón y una madre de
conducta reprobable y en extremo irregular”. Este muchacho, con lacrimosa suerte, sirvió
sucesivamente a un listísimo ciego, a un
avariento clérigo y a un paupérrimo hidalgo, hasta que logró colocarse en la
casa de un arcipreste, en la pujante urbe toledana, donde finalmente vino a
casarse con la criada de ese religioso.
Apenas
vi a ese jovenzuelo me vino a la mente, por su andrajoso aspecto, la imagen de
los pícaros de aquella aciaga época, cuando promediaba el siglo dieciséis. En
la literatura española figuran, desde entonces, personajes de imperecedera fama como El Buscón llamado
Don Pablos, Estebanillo González, Marcos
de Obregón y Guzmán de Alfarache. Ver a este joven y preguntarle ¿Eres tú El
Lazarillo de Tormes? Fue todo. Respondióme
afirmativamente con un simple movimiento de cabeza y yo, deseoso de conversar
con ese joven, que mi buena suerte me ponía enfrente, invitéle a comer en el restaurante
“La Orza” (ubicado en la calle de Descalzos, en el barrio de la Judería, muy
cerca de la Casa del Greco), un agradable restaurante que me habían recomendado
conocer durante mi recorrido por la otrora imperial ciudad de Toledo
Una
vez instalados en ese comedor, y
habiendo ordenado, para comenzar, una botella de vino toledano “Conde de
Montalbán”, una tortilla de patatas con chorizo, una buena ración de jamón ibérico, queso manchego y una hogaza de pan de centeno,
le pregunté acerca de su vida al lado del ciego, con quien lo recomendó su
madre, cuando apenas era un niño. “Sepa
usted –me dijo--, que desde que Dios crió
el mundo, a ninguno formó más astuto ni sagaz; en su oficio era un águila:
ciento y tantas oraciones sabía de coro, con un rostro humilde y muy devoto,
que con muy buen continente ponía cuando rezaba, sin hacer gestos ni visages
con boca ni ojos, como otros suelen hacer.
Mas también quiero que sepa vuestra merced que, con todo lo que adquiría
y tenía, jamás tan avariento ni mezquino hombre me vi, tanto que me mataba a mí
de hambre”.
---Cuéntame,
Lazarillo, ¿Cómo fue que lo abandonaste,
después de que ya te ibas acostumbrando a su ruindad y cortedad?
---Aconteció
que este hombre usaba poner, cabe si, un jarrillo de vino cuando comíamos, y le
daba un par de besos callados y tornábale a su lugar.
Por reservar su vino a salvo nunca, pues, desamparaba el jarro, antes lo
tenía por el asa asido. Y yo, con una
paja larga de centeno, la metía dentro
del jarro, chupaba el vino y lo acababa. Ese traidor tan astuto pienso que me
sintió y luego asentaba su jarro entre las piernas, y tapaba la boca con la
mano. Pero yo, que estaba hecho al vino,
moría por él. Así es que le hice un
agujero y lo tapaba con una delgada capa de cera. En el tiempo de comer, fingiéndome tener frío
me ponía entre las piernas del ciego, y al derretirse la cera bebíame el vino
que destilaba. Pero ese viejo un día
descubrió, al tacto, la cera que tapaba el agujero, y en la primera oportunidad
lo dejó caer sobre mi boca, rompiéndomela por muchas partes y me quebró los
dientes, sin los cuales hasta hoy en día me quedé.
---Cuando
abandonaste al ciego, causándole un serio contratiempo al hacerlo que se diera
un gran golpe contra un pilar de piedra, buscaste otro amo y lo encontraste,
peor de avaro, en la persona de un clérigo.
Dime Lazarillo, ¿Cómo te fue con
aquel religioso?
---Escape
del trueno y di en el relámpago, a su lado todo era miseria y hambre.
---Platícame,
Lazarillo, cuál era tu comida sabatina
con ese clérigo?
---Los
sábados comíase en esta tierra cabezas de carnero, y enviábamos por una. La cocía y comía los ojos, y la lengua, y el
cogote, y los sesos y la carne que en
las
quijadas tenía, y dábame todos los huesos roídos, y dábamelos en el plato,
diciendo: “Toma, come, triunfa que para
ti es el mundo; mejor vida tienes que el
Papa”. Tal te la dé Dios, decía yo entre
mí.
---Bueno,
Lázaro de Tormes, hijo de Tomé González
y de Antonia Pérez. Si ese miserable
clérigo te privaba de alimentos, te llenaba de buenos consejos…
---Así
es, me solía repetir frecuentemente que los sacerdotes debían ser muy templados
en su comer y beber, y que por eso no se desmandaba como otros. Pero mentía falsamente, porque en cofradía y
mortuorios que rezamos a costa ajena comía como un lobo y bebía más que un
saludador.
---Pasado
el tiempo fuiste mozo de un escudero, pero tampoco fue propicia la fortuna para
contigo al lado de ese sujeto, tan celoso de su honra. A su lado tuviste una infortunada experiencia
pues el hambre más atroz te perseguía de continuo.
---Sí,
contemplaba yo muchas veces mi desastre, que, escapando de los ruines años que
había tenido y buscando mejoría, me vine a topar con quien no sólo no me
mantuviese, mas a quien había yo de mantener: Con todo, le quería bien, con ver
que no tenía ni podía y antes le tenía lástima que enemistad.
Muchas
preguntas más se me agolpaban en el pensamiento, pero llegó un momento en que El Lazarillo de Tormes, viéndome tan deseoso
de continuar con la conversación me hizo señal de que ya se sentía fatigado y somnoliento,
y quería poner punto final a nuestra charla, a lo que accedí con pesar.
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