viernes, 6 de septiembre de 2013

LA GASTRONOMIA EN EL PARAÍSO



Se habla del Paraíso donde hay huríes, donde corre el Río Celeste,
Donde abundan vino límpido, miel y azúcar.
¡Bah! Llena pronto una copa de vino y dámela,
porque un gozo presente vale por mil gozos futuros.

OMAR KHAYYAM (siglo XI-XII) 


Aquí en la tierra es la región del momento fugaz.
 ¿También así en el lugar donde de algún modo
se vive? ¿Allá se alegra uno? ¿Hay allá amistad?
¿O sólo aquí en la tierra hemos venido a
conocer nuestros rostros?

AYOCUAN CUETZPALTZIN  (Tenochtitlan: siglo XV-XVI)

Buena comida y buenos vinos: ese es el paraíso
en la tierra”.
ENRIQUE IV, de Francia  (1553-1610),

 Cuando me refiero a la gastronomía en el paraíso no estoy haciendo alusión a ningún restaurante que lleve ese nombre, sino que me ocupo de la región celestial a la cual ---según aseguran los libros sagrados de diferentes religiones--- se encaminan los justos y bienaventurados una vez concluido su ciclo de vida terrenal, así como de las principales características de lo que allí degustaban  (porque en muchos de esos relatos se hace hincapié en lo que comían y  bebían)  los seres que moraban en ese  privilegiado sitio, común a muchas religiones y mitologías de la antigüedad.

La palabra paraíso proviene del vocablo paradesha, en lengua sánscrita, que significa “región elevada”. Otra versión es que la palabra paraíso (paradiso, en italiano; paradise, en inglés  ---el término heaven tiene un significado similar, y al hacer referencia a la bóveda celestial tiene por voz contraria Infierno---; paradies, en alemán;  paradis, en francés) deriva de la voz griega paradeisos, de origen persa, que tiene el significado de “parque, jardín cerrado”.  Para muchos grupos étnicos de la antigüedad, en sus respectivas mitologías, el paraíso estaba ubicado en la parte más elevada de una montaña, casi tocando el cielo, las etéreas regiones donde moraban los justos, aquellos seres privilegiados a quienes los dioses   ---o bien su único dios---  colmaban de dichas y venturas. Tres religiones monoteístas: el judaísmo, el islamismo y el cristianismo, incorporan la creencia de un sitio en el cual existe cabal ausencia de sufrimiento y se caracteriza por la completa satisfacción de los deseos corporales. A ese lugar se le denomina paraíso.  El término Edén significa en idioma griego “delicia”, y frecuentemente se dice “jardín del Edén”, para nombrar el  primer lugar de residencia del género humano. Por cierto, Edén proviene de la palabra Eddin, nombre sumerio de la llanura de Babilonia, que para algunos autores era una planicie de hermosísimos jardines.

Otro vocablo repetidamente utilizado en los relatos mitológicos helénicos es Arcadia, una imaginaria región ubicada en la parte central del Peloponeso, donde moraba el dios Pan, la deidad tutelar de la naturaleza. Virgilio, el poeta latino, fue el primero en referirse a las múltiples bellezas de ese paraje. Por otro lado, el Jardín de las Hespérides, de acuerdo a la mitología griega, era el cautivante sitio donde moraban las hijas de Atlas, o de Hesper, cuidando del árbol que tenía no solamente las ramas y las hojas de oro, sino también los apetecibles frutos, las manzanas que de allí colgaban. Este Jardín de las Hespérides estaba  ubicado en las regiones más occidentales del mundo,  y era el sitio reservado a los seres perfectos, quienes habían alcanzado un envidiable nivel de excelsitud y superación espiritual. Otto Seeman, autor del libro Mitología Clásica Ilustrada, consigna que “en los confines occidentales del mundo poseía Helios, el dios del Sol, un espléndido palacio y un jardín famoso, cuyo nombre era Jardín de las Héspérides, puesto bajo la custodia de las Hespérides (las Ninfas de Occidente, también llamadas las Hijas del Atardecer). Ese fabuloso recinto era muy renombrado porque había un frondoso árbol del cual pendían manzanas de oro”. 

Muchas religiones  --leo en la Enciclopedia Británica--  incluyen la noción de una existencia, de gran felicidad y deleite anímico y corporal,  después de la muerte. Una vida en la cual el tiempo no significa nada, y que se distingue por la cabal ausencia del sufrimiento físico o emocional, con plena satisfacción de los deseos corporales. Para el cristianismo el paraíso es el sitio de postrer descanso, donde los seres bendecidos por Dios gozan eternamente de su presencia.

Para los pueblos escandinavos el paraíso recibía el nombre de Walhalla, mientras que en otras sagas occidentales el Elíseo, situado en los confines occidentales de la tierra, era un hermoso sitio, colmado de jardines tapizados de fragantes flores, donde sus habitantes vivían en un estado  de permanente felicidad. En diversos relatos se habla de los Campos Elíseos, denominación que procede de la mitología griega. Era el sitio reservado a los muertos, a las almas plenas de virtud  --un paraje del todo semejante al paraíso de los cristianos—,  que allí hallaban el descanso eterno. Conviene señalar que la residencia del Presidente de Francia, en Paris, lleva el nombre de Palacio del Elíseo (en lengua francesa se denomina Palais de l'Élysée).

Este encantador lugar era, seguramente, una especie de Shangri-lá, nombre de un mágico recinto, ubicado en los valles occidentales del Himalaya, donde sus habitantes disfrutan de bienestar y paz. Este lugar de ficción fue descrito en la novela Horizontes Perdidos, de James Hilton, como un utópico paraíso terrenal, una tierra de permanente felicidad. La historia descrita por ese escritor británico está basada en el concepto de Shambhala, una ciudad mágica en la tradición budista del Tibet.

En el Corán se describe que el cielo (igualmente designada con otros nombres:  la morada de los justos: al-jann: el jardín,  el Jardín del Edén: jannat-adan, y el Jardín de las Delicias: jannat al-na’im)en realidad formado por siete cielos, era la mansión a donde iban los seres elegidos de Alá. Allí había “hermosos jardines, regados por corrientes de cristalinas aguas y  con arroyos de vino, que será la delicia de quienes lo beban....(y) exquisitos frutos al alcance de todas las manos....disfrutarán de vírgenes de grandes ojos negros, púdica mirada y tez de incomparable hermosura, que no han sido tocadas ni por hombres ni por genios, las cuales permanecerán así eternamente”. Estas juncales mujeres, las huríes,  fueron prometidas por Mahoma, el profeta de Alá, a los fieles seguidores de la religión musulmana, una vez que hubiesen llegado a ese recinto donde los que allí habitaban permanecían por siempre en un estado de inmarcesible lozanía.

Estas regiones celestiales,  a las que he venido haciendo referencia, fueron llamadas también Empíreo (el diccionario define esta palabra como la parte más alta del cielo), a la cual llegó el poeta Dante Alighieri, de acuerdo al inmortal relato de La Divina Comedia,  conducido por Beatriz Portinari, su idolatrada musa, en el décimo cielo del paraíso. Empíreo es, según Tolomeo, astrónomo y matemático griego, la parte más sublime del cielo, casi tan luminosa como el fuego. La palabra empíreo, en lengua castellana, deriva del latín empyreus, y éste vocablo proviene del griego empyrios, que puede ser traducido como incandescente, lleno de fuego El empíreo es aquella celestial mansión en la cual los ángeles, los santos y los bienaventurados gozan de la presencia de Dios.

En la mitología china el paraíso recibía el nombre de Tierra de la Suma Felicidad, y estaba ubicado en la cumbre del monte Kuen-luen. Allí había un palacio de jade, de nueve pisos, rodeado de jardines, donde vivían los justos.

Conviene recordar que la montaña más alta del mundo, el Everest, de 8.848 metros sobre el nivel del mar, lleva el nombre de Sagarmatha, en sánscrito, que significa “Diosa Madre del Mundo”, y que en  lengua tibetana se le llama Chomolungma, que tiene el significado de “Lugar donde no vuelan los pájaros”).

Los pueblos prehispánicos que habitaron Mesoamérica imaginaban que el paraíso de Tláloc  --el dios de la lluvia--, llamado Tlalocan, era un sitio de deleites corporales, donde había hermosos jardines y  manantiales de frescas y cristalinas aguas, pletóricos de peces, y por doquier se veían volar mariposas multicolores. En Tepantitla, dentro del perímetro de Teotihuacan, es posible contemplar el mural que representa el Tlalocan, el cual fue pintado, según aseveran los arqueólogos, allá por el año 550 de nuestra era.

Por su parte, los quichés (indígenas de Guatemala estrechamente vinculados con los mayas), por su parte, suponían que el paraíso, llamado Xibalba, estaba localizado en un lugar subterráneo.

Ahora bien, a diferencia de los paradisíacos lugares  (donde disfrutaban de una placentera existencia, saboreando exquisitos manjares y deliciosos vinos) que era cada uno de los recintos líneas arriba mencionados, el paraíso de Adán y Eva,  y el de los cristianos en su totalidad,  era algo mucho más modesto, casi podría yo decir una sencilla y rústica morada   ---casi una vivienda de interés social---, en la cual los placeres del gusto (y también los otros, llamados carnales, a pesar de que no hacen referencia a la ingestión de productos cárnicos)  estaban bastante soslayados.

En la Sagrada Biblia  (edición de Eloíno Nacar y Alberto Colunga; Madrid, 1952),  en el Libro del Génesis, en la primera parte, titulada La Creación del Universo, leemos lo que a continuación transcribo: “Formó Yavé Dios al hombre del polvo de la tierra y le inspiró en el rostro aliento de vida, y fue así  el hombre ser animado. Plantó luego Yavé Dios un jardín en Edén (sic), al oriente, y allí puso  al hombre, a quien formara. Hizo Yavé Dios brotar en él de la tierra toda clase de árboles hermosos a la vista y sabrosos al paladar  (pregunto yo: ¿ qué  acaso el primer hombre,  a quien todavía no se le había dado nombre, comía árboles, o bien comía los frutos de éstos?). Y el árbol de la vida, y en el medio del jardín, el árbol de la ciencia del bien y del mal”. Líneas adelante, en el mismo capítulo “El Paraíso”, en el versículo 15,  se menciona lo siguiente: “Tomó pues, Yavé Dios al hombre y lo puso en el jardín del Edén para que lo cultivase y lo guardase (me parece que no están en lo correcto quienes aseguran que Adán, aquel remoto ancestro del género humano, vivía una vida de holganza, un delicioso  “dolce far niente”,  pues ya tenía la tarea de cuidar del jardín donde moraba), y Yavé le dio este mandato: “De todos los árboles del paraíso puedes comer (más bien debió quedar escrito en ese libro de la Biblia que podía comer de los frutos de todos los árboles, porque alimentarse de ramas y cortezas como que no resultaba nada apetitoso)  pero del árbol de la ciencia del bien y del mal no comas, porque el día que de él comieres, ciertamente morirás”.

Fue entonces,  líneas adelante,  en dicho libro del Génesis,  cuando dijo Yavé Dios: “No es bueno que el hombre esté solo, voy a hacerle una ayuda semejante a él. Y Yavé Dios trajo ante Adán (este es el momento en el cual el primer hombre tuvo ya nombre, cuyo significado en lengua hebrea es “tierra”) todos cuantos animales del campo y cuantas aves del cielo formó de la tierra, para que viese como los llamaría, y fue el nombre de todos los seres vivientes el que él (Adán) les diera. Y dio Adán nombre a todas las aves del cielo y a todas las bestias del campo (muy difícil tarea debió ser para Adán formular la taxonomía de todos los seres vivos, pero no hay que olvidar que se hallaba inspirado por Dios). Pero entre todos ellos  --los animales—   no había para Adán ayuda semejante a él (nótese que es la segunda ocasión, en el mismo capítulo, que la Sagrada Biblia menciona “ayuda semejante a él”, no dice compañera, ni mujer; únicamente “ayuda semejante a él”). Hizo, pues, Yavé Dios caer sobre Adán un profundo sopor; y dormido tomó una de sus costillas, cerrando el lugar con carne, y de la costilla que de Adán tomara formó Yavé Dios a la mujer, y se la presentó a Adán. Adán exclamó: “Esto sí que ya es hueso de mis huesos, y carne de mi carne. Esta se llamará varona, porque de varón ha sido formada”.

No deja de parecerme sorprendente que en muy diversas mitologías, en la ancha faz de la tierra, anónimos cronistas se refirieron  a los gozosos  placeres de los que disfrutaban, principalmente al deleitar su paladar con suculentos platillos y muy exquisitos vinos, quienes estaban aposentados en aquellas elevadas regiones siderales. No se diga los moradores del Olimpo, quienes, presididos por Zeus (un insaciable Don Juan, que se deleitaba en seducir a las féminas que tenía a su alrededor),  gozaban de báquicos festines, en los que Ganímedes  -- el antecesor de los sommeliers de nuestros días—   servía el vino a los dioses, que habían sido convidados a esos luculianos banquetes.

Nada de esto ocurre en el relato de la Biblia  concerniente a la diaria pitanza de Adán y de Eva, su consorte, la cual, por haber tenido lugar en el Edén, debió haber sido digna de ser comentada en esa antiquísima crónica.   Las escuetas noticias giran en torno a que se alimentaban de frutos de aquel celestial jardín, pero nada más se dice acerca de otros placeres palatales. No fue sino hasta después de haber sido desahuciados  del paraíso, tras de haber comido ese fruto  (por primera vez en las Sagradas Escrituras  se consigna que comieron un fruto, y se asienta que comieron una manzana, que les ofreció la serpiente),     cuando Adán llamó a  Eva por este nombre. Para entonces ya Adán había sido advertido que, a partir del instante de su expulsión de aquel lugar de extraordinaria hermosura natural, acción ejecutada por un ángel de flamígera espada), habría de alimentarse con el sudor de su frente. Las palabras precisas con las que fue acremente amonestado fueron las siguientes: “Por tí será maldita la tierra. Con trabajo comerás de ella todo el tiempo de tu vida. Y comerás las hierbas del campo. Con el sudor de tu rostro comerás el pan. Hasta que vuelvas a la tierra”.

Todas estas amenazas alusivas al  terrible y azaroso porvenir que les aguardaba fuera del paraíso (en otras mitologías no he encontrado situación similar, relativa a que un inquilino de ese celestial recinto haya sido violentamente puesto de patitas en la calle, privándosele del derecho de seguir habitando en él)  me llevan a suponer que, cuando Adán disfrutaba de las delicias del Edén, su vida era plena de placeres, principalmente en lo concerniente a los deleites gastronómicos  (sin olvidarme de aquellos otros jubilosos momentos en los que contemplaba la radiante hermosura del Edén,  escuchaba el gorjeo de las aves y  aspiraba los delicados aromas de las flores que, por doquier, cubrían ese sitio de increíble belleza), puesto que las frases que iracundo profirió Yavé Dios se referían, casi de manera exclusiva, a lo que les esperaba a Adán y a Eva en su cotidiana actividad manducatoria, una vez que estuviesen privados de las bondades propias del paraíso,  la cual significaría un constante esfuerzo para disponer de “los sagrados alimentos”, nombre que el vulgo da a la comida, primordial requerimiento para mantener  en buen funcionamiento la máquina corporal.

La imagen que ilustra este articulo es la pintura mural del Tlalocan: el Paraíso de Tláloc, en Teotihuacan

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