lunes, 30 de mayo de 2016

CONVERSACIONES GASTRONOMICAS INTEMPORALES (VIII)



UNA CHARLA CON JEAN ANTHELME BRILLAT-SAVARIN


En el terreno de la gastronomía muchos suelen referirse a Jean Anthelme Brillat-Savarin sin haber tenido la oportunidad  -–y el placer—  de leer su obra Fisiología del Gusto, cuyo subtitulo es Meditaciones de Gastronomía Trascendente, donde narra un sinfín de historias en torno al arte del bien comer. Esta obra literaria fue  publicada en 1825, apenas dos meses antes de que su autor falleciera.  Fue precisamente Brillat-Savarin,a juicio de Néstor Luján (éste, a su vez, un ameritado gastrónomo hispano), “el primer tratadista de gastronomía que consideró  a este arte como una de las bellas artes, y que la distinguió en el lugar que ocupa hoy”.

Nacido en 1755 en  la francesa ciudad de Belley, en la zona oriental del país galo,  en  el seno de una adinerada familia de la burguesía gala, Jean  Anthelme Brillat-Savarin hubo de exiliarse de Francia a raíz de la caída de la monarquía.  Primeramente estuvo en Suiza, y más tarde radicó en Estados Unidos de América, “donde logró subsistir como músico de una orquesta, por las noches, y profesor de francés durante el día”.  En 1798,  a la caída de Maximiliano Robespierre, pudo retornar Brillat-Savarin a su país natal, y logró rehacer en poco tiempo su fortuna, la cual le había sido confiscada durante los aciagos días de la revolución francesa.

Hace unos años me encontraba yo recorriendo, por segunda ocasión, la región de Borgoña, en Francia, cuna de afamados  vinos, tanto blancos, como tintos. Una luminosa mañana hice una detenida visita al Castillo de Clos Vougeot , del cual leo en Wikipedia lo siguiente: “El castillo del Clos de Vougeot se divisa desde muy lejos entre los viñedos. El abad Loisier lo acabó en época renacentista y fue restaurado en el siglo XIX. Son de destacar: la gran bodega (s. XII) en la que cada año se celebran las ceremonias de la cofradía del Tastevin, el lagar (s. XII) y sus cuatro prensas gigantescas, de los tiempos de los monjes, y la antigua cocina (s. XVI) situada bajo una bóveda sostenida por una única columna central.

Este edificio es la sede de la Confrerie des Chevaliers du Tastevin (Cofradía de los Caballeros del Tastevin), la  más famosa de las cofradías de Borgoña, fundada en 1934 para enaltecer la fama de los vinos borgoñones. Los creadores de esta sociedad privada, Goeorges Faiveley y Camille Rodier, esperaban atraer el turismo mediante la recuperación de antiguas fiestas y tradiciones, y sus esfuerzos se vieron premiados con el éxito. La cofradía celebra anualmente más de quince capítulos, en los que participan más de quinientas  personas. Estos capítulos tienen lugar en el antiguo castillo Clos de Vougeot. Cada asamblea termina con una cena de seis platos, media docena de grandes vinos de Borgoña, café y licores. El coro de vendimiadores Cadets de Bourgogne pone el complemento musical”. Hasta aquí esa cita.

Una vez concluida la visita a ese venerable recinto  --el cual, de alguna manera, es fiel testimonio de la grandeza de los vinos de Borgoña---  me dirigí a la ciudad de Beaune, con la finalidad de recorrer nuevamente las instalaciones del Hotel- Dieu, también llamado Hospices de Beaune  (“hospital de Dios" u "hospicios de Beaune" en lengua francesa) , que es un primoroso edificio  construido en 1443 por Nicolás Rolin, en cuyo hermoso patio tiene lugar las subastas anuales de los grandes vinos de Borgoña.

De pronto  advertí que en la espaciosa cocina de ese hospital medieval, en cuyas instalaciones estuvieron alojados los pacientes geriátricos  hasta el año de 1985,  se hallaba un elegante caballero, que por su atuendo,  propio de un petimetre,   parecía haber dejado, por un momento, la corte del rey Luis XIV, en Versalles. Seguramente se trataba de alguien que había formado parte del Ancien Régime  (Antiguo Régimen en lengua francesa), designación empleada, peyorativamente,  por los revolucionarios, quienes de esa manera se referían al decadente sistema de gobierno anterior.  Su nívea peluca, su azul casaca de terciopelo y el elegante chaleco de brocado, todo contribuía  a dar la idea de un personaje de los tiempos previos al movimiento revolucionario de 1789, que dio al traste violentamente con la nobleza encabezada por Luis XVI.

Cuando me  hube acercado a él advertí de quién se trataba.  Consideré que era una suerte haberme topado inesperadamente con el autor de Fisiologìa del gusto, por ello le solicité accediese a responder varias preguntas referentes a su tema predilecto: el arte del buen comer.

Brillat-Savarin, al tiempo mismo que con un displicente gesto me autorizaba a iniciar la charla, se instaló en una cómoda silla invitándome a hacer lo mismo a su lado.

---Profesor, ¿qué debe entenderse por gastronomía?

--La gastronomía es el conocimiento razonado de cuanto se relaciona con el hombre para nutrirlo, y se ocupa, con igual interés, de nuestras bebidas, según el tiempo, el
lugar y el clima.  Enseña a prepararlas y, sobre todo, a presentarlas en un orden tan calculado que el placer que de ellas proviene vaya en aumento.

---Usted, en su libro Fisiología del gusto,  menciona en numerosas ocasiones los términos gourmand y gourmandise.  ¿Podría aclararme cuándo se habla de un gourmand y cuándo de la gourmandise?

---He buscado en los diccionarios la palabra gourmandise, y no me  ha satisfecho lo que encontré en ellos.  Hay una perpetua confusión de la gourmandise, propiamente dicha, con la glotonería y la voracidad.  También hay anécdotas en las que se narra cómo ciertas comunidades engullen con gracia un ala de perdiz, para rociarla con un vaso de vino de Lafitte o de Vougeot.  Más aun, la gourmandise es una preferencia apasionada y habitual por las cosas que agradan al gusto  Si gourmand es el hombre, o la mujer, que encuentra gran placer en una mesa bien provista, de regios manjares y exquisitos vinos,

---¿Podría pensarse que esa predisposición es benéfica para los seres humanos?

---¡Totalmente!.  La buena comida está muy lejos de perjudicar la salud; y en igualdad de circunstancias los gourmands viven más tiempo que los otros.  Esto ha sido probado por una investigación hecha por el doctor Villermet, presentada hace poco en la Academia de Ciencias.  No quiere esto decir que los que comen bien están libres de enfermedades, pero como tienen una gran dosis de vitalidad y todas las partes de su organismo están mejor mantenidas, la naturaleza tiene más recursos y el cuerpo humano resiste mejor a la destrucción.

---¿Qué diferencia existe entre el placer de comer y el placer de la mesa?

---El placer de comer nos es común con los animales; no supone más que el hambre y lo que se necesita para satisfacerla.  El placer de la mesa es privativo de la especie humana; supone cuidados anteriores para los preparativos de la comida, para la elección del lugar y la reunión de los comensales.

---Qué opina usted de las trufas, mi querido profesor?

---Quien dice trufa pronuncia una gran palabra, que evoca recuerdos eróticos y glotones en el sexo que usa falda, y recuerdos glotones y eróticos en el sexo que lleva barba.  Esta duplicación proviene de que el eminente tubérculo no sólo es considerado como
delicioso  para el gusto, sino porque se cree que engendra una potencia cuyo ejercicio va acompañado de los más dulces placeres.  La trufa es el diamante de la cocina, y si acaso no es un afrodisiaco positivo, puede, en determinadas ocasiones, hacer más tiernas a las mujeres y más amables a los hombres.

En este momento me percaté que Jean Anthelme Brillat-Savarin miraba atentamente el reloj de sol instalado en el muro poniente del patio del Hotel- Dieu.  Imaginando que deseaba poner punto final a nuestra conversación le pedí me dijese tres de sus célebres aforismos gastronómicos, los que de manera más profunda tradujesen sus sentimientos en relación al arte culinario.  Con una sonrisa, y poniéndose de pie, exclamó:  No  tres sino cinco, de los veinte que  escribí:

---Dime qué comes y te diré quién eres.
---El creador, al obligar al hombre a comer para vivir, le incita a ello por el apetito y le recompensa por el placer.
---Los que se indigestan y se emborrachan no saben comer ni beber…
--El descubrimiento de un nuevo plato, hace más en beneficio del género humano que el descubrimiento de una estrella.
---Convidar a una persona es encargarse de su bienestar durante el tiempo que esté en nuestra casa.

A continuación, inclinando levemente la cabeza, al tiempo mismo que su rostro esbozaba una sonrisa, desapareció de mi vista cuando fue alcanzado por un dorado rayo de sol del atardecer












lunes, 23 de mayo de 2016

CONVERSACIONES GASTRONOMICAS INTEMPORALES (VII)







UNA CHARLA CON FRANCISCO DE QUEVEDO

Nacido en Madrid en el mes de septiembre de 1580, Francisco de Quevedo y Villegas fue un esclarecido humanista que hablaba griego, latín, italiano y francés, a más de su lengua natal, el castellano.  Tras de cursar los estudios respectivos se graduó en Teología en la Universidad de Alcalá  ---fundada en el año 1499 por el Cardenal Francisco Giménez de Cisneros---, sita en la población de Alcalá de Henares.  Cabe agregar que en la escuela de la vida adquirió,  a más de llevar estudios teóricos y  prácticos del manejo de la espada,  suma destreza para convertirse en un avezado espadachín.  De esta habilidad dice Luis Astrana Marín lo siguiente: “Defendiendo, caballeroso, a una dama, a quien abofeteó un petulante en el atrio de la iglesia de San Martín,   mató al ofensor de un volapié hasta los gavilanes, sin que por ello recibiera ovación alguna, sino la persecución de unos corchetes y la saña de unos hombres de toga”. 

Escribió Quevedo, con incomparable dominio del idioma, lo mismo prosa que verso.  Por igual incursionó, llevado por su prodigioso talento literario, en la novela, la biografía y los temas políticos y religiosos, mostrando su preclara erudición y su deslumbrante cultura.  Su libro El Buscón (cuyo título completo es Historia de la vida del Buscón llamado Pablos, ejemplo de vagabundos y espejo de tacaños)  es, al lado de El Lazarillo de Tormes, impar modelo de la novela picaresca.
Resulta que no hace mucho, paseando por España, visité la encantadora ciudad manchega de Almagro (en la Provincia de Ciudad Real, no lejos de Madrid), cuya fundación data quizá del siglo XII, si bien se tienen noticias de que en la Edad del Bronce fue habitada por los primeros pobladores de Hispania.  Tras de visitar los principales atractivos turísticos de esta urbe,  cuya plaza principal es en extremo cautivante por su impar arquitectura, abrumado por el tórrido calor del medio día,  entré al Corral de Comedias, sito en la Plaza Mayor. Este recinto, construido en 1628  ---hace casi cuatro siglos--- ,  ha sido declarado Monumento Nacional. Año con año aquí tiene lugar el Festival Internacional de Teatro Clásico, donde se presentan numerosos grupos teatrales llegados de los cuatro puntos cardinales del orbe. 
Cuando recorría este edificio vi a un hombre alto y menguado de carnes, de prominente nariz, poblado mostacho y rala mosca en el mentón.  Iba ataviado con el elegante uniforme de Caballero de la Orden de Santiago, lo que contribuía a resaltar su esbeltez.  Delante de sus ojos, pícaros y vivaces, llevaba unos pequeños quevedos.  (Recibían este nombre unos pequeños lentes, que fueron muy populares en España entre los siglos XV y XVII, que estaban  “formados por dos cristales redondos unidos por una montura simple de hierro sin patillas que se ajustaban en el tabique nasal y que podían estar sujetas por un lateral a un cordón para impedir su pérdida o rotura”, cuyo nombre proviene del literato español Francisco de Quevedo”). Estaba yo frente al virulento y mordaz Francisco de Quevedo, considerado por los estudiosos de las letras españolas uno de los más importantes escritores del siglo XVII. 
Me acerqué a él y le pedí venia para conversar  acerca de ese pícaro y socarrón  personaje de su novela El Buscón, y él, con un gesto de aquiescencia, aceptó de inmediato charlar conmigo.
---Una vez que don Alonso Coronel de Zúñiga puso a su hijo Diego Coronel en pupilaje, Pablos, también llamado El Buscón,  se tornó su sirviente.  ¿Qué tal suerte conocieron ambos jóvenes con el licenciado Cabra, cuyo oficio era educar a los hijos de los caballeros?

---Este sujeto, claro ejemplo de los tacaños,  era un clérigo largo sólo en el talle, sus dientes le faltaban, no sé cuántos, y pienso que por holgazanes y vagabundos se le habían desterrado.  La cama tenía en el suelo y dormía siempre de un lado, por no gastar las sábanas.

---Y ¿qué comieron la  primera noche,  cuando entraron a la pensión del licenciado Cabra?

---Trajeron  caldo en unas escudillas de madera, tan claro, que en comer en una de ellas peligrara Narciso más que en la fuente.  Y mientras decía Cabra a cada sorbo: “Cierto que no hay mejor cosa como la olla, digan lo que dijeren: todo lo demás es vicio y gula”.

---Ese engendro del infierno les recomendaba a sus pupilos que fuesen parcos en el comer, ¿no es así?

---Si acaso había un nabo aventurero decía: “¿Nabos hay? No hay para mi perdiz que se le iguale.  Coman, que me huelgo de verlos comer.  Todo esto es salud.  Coman buenos mozos, que me huelgo de ver sus buenas ganas”

---Y al caer la noche, ¿qué les recomendaba ese avaro preceptor?

---“Es muy provechoso y saludable cenar poco, para tener el estómago desocupado”.

---Este licenciado Cabra, que tenía muertos de hambre a los pupilos, ¿cómo se portaba con los criados de los jóvenes educandos?

---Cuando eran acabados de comer, y quedaban algunos mendrugos en la mesa, y en el plato dos pellejos y unos huesos, decía el pupilero: “quede esto para los criados; no lo queramos todo”.

---Una vez que fueron liberados el hijo de don Alonso y el criado Pablos de tan infernal prisión; ¿cómo pudieron recuperar las fuerzas perdidas después de padecer varias semanas de inanición?

---Esos dos hambrientos fueron colocados en las camas con mucho tiento; para que no se les desparramasen los güesos  de puro roídos por el hambre.  Luego vinieron los médicos, y éstos mandaron que les diesen sustancias y pistos.  Los levantaron a los cuarenta días, y aún parecían sombras de otros hombres.

---Algún tiempo más tarde Pablillo se topó con un presunto hidalgo, y llegó a pensar que a su lado su suerte mejoraría.  ¿Qué pasó con aquél caballero?

---Cuando Pablos le preguntó a dónde iba, ese hijodalgo le contestó que se dirigía a la corte, que  era  la patria común, adonde caben todos y adonde hay mesas francas para estómagos aventureros.  “La hacienda de mi padre, dijo, se perdió en una fianza, y sólo el don me ha quedado por vender; y soy tan desgraciado que no hallo a nadie con necesidad de ese título”.

---Estos pícaros, quienes padecían privaciones y siempre estaban hambrientos, solían buscar la forma de ser convidados a las casas ajenas, para saciar en ellas la terrible hambre que los agobiaba, ¿no era así don Francisco?

---En efecto, conociendo a uno se sabe la ubicación de su casa.  Le iban a ver y siempre a la hora de mascar, cuando se sabe que puede estar a la mesa.  Si acaso preguntan si se ha comido, si ellos no han empezado se les responde que no; si ellos convidan, no se aguarda a un segundo envite,  porque de estas aguardadas han ocurrido grandes vigilias.  Si han empezado a comer, decimos que sí, para tener oportunidad de engullir unos bocados.

Unos instantes más tarde, cuando iba yo a comentarle a don Francisco de Quevedo mi sentir acerca de la triste condición de aquella miserable gente, que tan apremiantes necesidades y hambrunas no bien satisfechas, padecían en una época de brutales carencias sociales para España, vi que mi interlocutor se levantaba de la silla que ocupaba, y haciendo un breve saludo con la cabeza no tardó en alejarse presuroso de mi lado.  Un momento después, cual intangible sombra, la cual se difuminaba ante mis ojos, desaparecíó  de mi vista.



lunes, 16 de mayo de 2016

CONVERSACIONES GASTRONOMICAS INTEMPORALES (VI)




UNA CHARLA CON EL LAZARILLO DE TORMES


 
Julio Torri, un eminente historiador de la literatura hispana, escribió lo siguiente: “Como es bien sabido, las letras españolas alcanzan su edad clásica  -–o sus siglos de oro—  en el XVI  y  XVII.  El período más brillante comprende los últimos treinta años del siglo XVI y los primeros treinta del siglo siguiente, período en que conviven las generaciones representadas por Cervantes, Lope  de Vega y Quevedo”.  De esa época, agrego yo,  data El Lazarillo de Tormes, obra con la cual, a decir de los especialistas en la novelística ibérica del siglo XVI, da comienzo la novela picaresca, por muchos llamada “la epopeya del hambre”.  Sus personajes son, generalmente, seres  de corta edad  --motivo por el cual no hay escenas amorosas en esos libros---, quienes  sobreviven sirviendo a diversos amos, a cual más de famélicos, harapientos y miserables. 

Los personajes de esas novelas, en las cuales queda descrita de manera muy pormenorizada  la paupérrima existencia de esos seres marginados de la sociedad de su tempo,  “Emplean   -–dice Torri—  para ganarse el sustento la malicia, y la visión que ofrecen de la vida es risueña y divertida, sin desesperación ni amargos resabios.  El medio ambiente hostil y duro agudiza el ingenio del pícaro, y lo dota de socarronería y disimulo”.  El Lazarillo de Tormes es considerado hoy en día una obra anónima  (publicada en 1554),  que describe la circunstancia social por la que transcurren las andanzas de su joven protagonista, la cual refleja la lacerante  situación por la que atravesaba España a mediados del siglo XVI.

Pues bien, aconteció que hace unos meses, estuve yo hospedado por segunda ocasión, en tres años, en el Parador Nacional Conde de Orgaz, en la hermosísima ciudad de  Toledo, llamada “La ciudad Imperial”, ya que  fue la sede de la corte del emperador Carlos I de España y V de Alemania, y denominada también  “la ciudad de las tres culturas”, pues fue el lugar de residencia, durante varios siglos, de  cristianos, judíos y musulmanes, quienes allí convivieron  pacíficamente,  mejor  cabría  decir que coexistieron de manera armónica, para ejemplo de futuras generaciones.  Este lujoso hotel está ubicado en las afueras del casco histórico de tan primorosa ciudad, en las laderas del Cerro del Emperador, y desde sus terrazas se contempla una extraordinaria panorámica de esta urbe, apreciándose nítidamente, a lo lejos, la Catedral, el Alcázar y las blancas sinagogas, mientras que en la parte baja corre el río Tajo, tan cantado en infinidad de poesías.

Una mañana, después de haber almorzado opíparamente  ---recuérdese que los filólogos aseveran que la palabra almuerzo viene del  vocablo árabe al morsus,  que significa comida ligera que tiene lugar por la mañana---,  hice una detenida visita al Alcázar de Toledo, sitio donde se registró una encarnizada batalla entre franquistas y republicanos, durante la Guerra Civil española.

Al concluir el recorrido de este histórico recinto  me encontré con un imberbe jovenzuelo cuyo nombre verdadero sería Lázaro González Pérez, pero a quien, por sus miserables orígenes y por haber venido al mundo en las inmediaciones de un río de Salamanca, el Tormes, todos llamaban Lazarillo de Tormes.  El  historiador José García López dijo que “era el  hijo de un padre ladrón y una madre de conducta reprobable y en extremo  irregular”.  Este muchacho, con lacrimosa suerte, sirvió sucesivamente  a un listísimo ciego, a un avariento clérigo y a un paupérrimo hidalgo, hasta que logró colocarse en la casa de un arcipreste, en la pujante urbe toledana, donde finalmente vino a casarse con la criada de ese religioso.

Apenas vi a ese jovenzuelo me vino a la mente, por su andrajoso aspecto, la imagen de los pícaros de aquella aciaga época, cuando promediaba el siglo dieciséis. En la literatura española figuran, desde entonces, personajes  de imperecedera fama como El Buscón llamado Don Pablos, Estebanillo  González, Marcos de Obregón y  Guzmán de Alfarache.   Ver  a este joven y preguntarle ¿Eres tú El Lazarillo de Tormes? Fue todo.  Respondióme afirmativamente con un simple movimiento de cabeza y yo, deseoso de conversar con ese joven, que mi buena suerte me ponía enfrente, invitéle a comer en el restaurante “La Orza” (ubicado en la calle de Descalzos, en el barrio de la Judería, muy cerca de la Casa del Greco), un agradable restaurante que me habían recomendado conocer durante mi recorrido por la otrora imperial ciudad de Toledo

Una vez instalados en  ese comedor, y habiendo ordenado, para comenzar, una botella de vino toledano “Conde de Montalbán”, una tortilla de patatas con chorizo,  una buena ración de jamón ibérico,  queso manchego y una hogaza de pan de centeno, le pregunté acerca de su vida al lado del ciego, con quien lo recomendó su madre, cuando apenas era un niño.  “Sepa usted  –me dijo--, que desde que Dios crió el mundo, a ninguno formó más astuto ni sagaz; en su oficio era un águila: ciento y tantas oraciones sabía de coro, con un rostro humilde y muy devoto, que con muy buen continente ponía cuando rezaba, sin hacer gestos ni visages con boca ni ojos, como otros suelen hacer.  Mas también quiero que sepa vuestra merced que, con todo lo que adquiría y tenía, jamás tan avariento ni mezquino hombre me vi, tanto que me mataba a mí de hambre”.

---Cuéntame, Lazarillo,  ¿Cómo fue que lo abandonaste, después de que ya te ibas acostumbrando a su ruindad y cortedad?

---Aconteció que este hombre usaba poner, cabe si, un jarrillo de vino cuando comíamos, y le daba un par de besos callados y tornábale  a su lugar.   Por reservar su vino a salvo nunca, pues, desamparaba el jarro, antes lo tenía por el asa asido.  Y yo, con una paja larga  de centeno, la metía dentro del jarro, chupaba el vino y lo acababa. Ese traidor tan astuto pienso que me sintió y luego asentaba su jarro entre las piernas, y tapaba la boca con la mano.  Pero yo, que estaba hecho al vino, moría por él.  Así es que le hice un agujero y lo tapaba con una delgada capa de cera.  En el tiempo de comer, fingiéndome tener frío me ponía entre las piernas del ciego, y al derretirse la cera bebíame el vino que destilaba.  Pero ese viejo un día descubrió, al tacto, la cera que tapaba el agujero, y en la primera oportunidad lo dejó caer sobre mi boca, rompiéndomela por muchas partes y me quebró los dientes, sin los cuales hasta hoy en día me quedé.

---Cuando abandonaste al ciego, causándole un serio contratiempo al hacerlo que se diera un gran golpe contra un pilar de piedra, buscaste otro amo y lo encontraste, peor de avaro, en la persona de un clérigo.  Dime Lazarillo, ¿Cómo te fue  con aquel religioso?

---Escape del trueno y di en el relámpago, a su lado todo era miseria y hambre.

---Platícame, Lazarillo,  cuál era tu comida sabatina con ese clérigo?

---Los sábados comíase en esta tierra cabezas de carnero, y enviábamos por una.  La cocía y comía los ojos, y la lengua, y el cogote, y los sesos y la carne que en
las quijadas tenía, y dábame todos los huesos roídos, y dábamelos en el plato, diciendo:  “Toma, come, triunfa que para ti es el mundo; mejor  vida tienes que el Papa”.  Tal te la dé Dios, decía yo entre mí.

---Bueno,  Lázaro de Tormes, hijo de Tomé González y de Antonia Pérez.  Si ese miserable clérigo te privaba de alimentos, te llenaba de buenos consejos…

---Así es, me solía repetir frecuentemente que los sacerdotes debían ser muy templados en su comer y beber, y que por eso no se desmandaba como otros.  Pero mentía falsamente, porque en cofradía y mortuorios que rezamos a costa ajena comía como un lobo y bebía más que un saludador.

---Pasado el tiempo fuiste mozo de un escudero, pero tampoco fue propicia la fortuna para contigo al lado de ese sujeto, tan celoso de su honra.  A su lado tuviste una infortunada experiencia pues el hambre más atroz te perseguía de continuo.

---Sí, contemplaba yo muchas veces mi desastre, que, escapando de los ruines años que había tenido y buscando mejoría, me vine a topar con quien no sólo no me mantuviese, mas a quien había yo de mantener: Con todo, le quería bien, con ver que no tenía ni podía y antes le tenía lástima que enemistad.

Muchas preguntas más se me agolpaban en el pensamiento, pero llegó un momento en que  El Lazarillo de Tormes, viéndome tan deseoso de continuar con la conversación me hizo señal de que ya se sentía fatigado y somnoliento, y quería poner punto final a nuestra charla, a lo que accedí con pesar.