lunes, 31 de enero de 2011

EL CELULAR Y LA URBANIDAD EN LA MESA



Hace ya muchos ayeres, cuando yo cursaba la instrucción primaria, fue publicado un voluminoso libro cuyo título fue Etiqueta, Urbanidad y Distinción Social . El autor, según creo recordar, ocultó su nombre en el seudónimo Irma Carlota, y llevó a cabo en su obra --publicada en los comienzos de los años cincuentas-- una brillante descripción de las buenas maneras que deben imperar en todos los momentos de la vida en sociedad. Para tener una idea exacta, precisa, del significado del término etiqueta, he consultado un venerable libraco de mi biblioteca: Novísimo Diccionario de la Lengua Castellana (que comprende la última edición integra del publicado por la Academia Española), que fue editado en 1883, en Paris, por la Librería de Garnier Hermanos. Allí leo que la palabra etiqueta tiene el siguiente significado: “ceremonial de los estilos, usos y costumbres que se deben observar y guardar en las casas reales; por extensión, ceremonia en la manera de tratarse las personas particulares, o en actos de la vida privada, a diferencia de los usos de confianza o familiaridad”. Casi cien años después, en 1977, fue editada en la ciudad de Barcelona la Enciclopedia Teide, que recoge idéntica explicación, palabra más, palabra menos, para ese vocablo, que bien puede tener como sinónimos cortesía y buenos modales.

Ahora bien, en 1934 apareció en la ciudad de México la primera edición del libro Manuel de Urbanidad y Buenas Maneras, escrito por Manuel Antonio Carreño, quien animado por mostrar las excelencias de la urbanidad y las buenas maneras (la “etiqueta”, en una palabra) redactó una obra literaria la cual, hace casi ocho décadas, fue sumamente popular en el México de nuestros ancestros, quienes estaban imbuidos de los sólidos principios determinados por las buenas maneras. Recuerdo muy bien que en aquellos años se decía de una persona incivilizada y grosera, cuyos modales dejaban mucho que desear, que le hacía falta leer “el Carreño”, lo que puso de manifiesto la amplia difusión que por entonces alcanzó este libro, que hoy en día muchos pueden juzgar, equivocadamente, obsoleto y pasado de moda.

En su libro, Manuel Antonio Carreño señala que “la mesa es uno de los lugares donde más clara y prontamente se revela el grado de educación y de cultura de una persona, por cuanto son tantas, y de naturaleza tan severa y, sobre todo, tan fáciles de ser quebrantadas las reglas y las prohibiciones a las que está sometida”. Señalo lo anterior ya que tengo la clara impresión de que los usos y costumbres, referentes a la educación y a las buenas maneras que deben ser observados en la mesa, se han relajado notoriamente, al grado que actualmente es muy frecuente observar en numerosos restaurantes la triste actitud individuos zafios e incultos, cuya incivilidad salta a la vista, a quienes no parece preocuparles nada el mostrarse ante los ojos de quienes los rodean como sujetos carentes de la menor educación.

Entre las diversas situaciones propicias a mostrar el grado de estulticia que distingue a estos gamberros (en nuestro país, un término parecido, si bien de menor alcance que el que está dado por la palabra española que yo he usado en este párrafo, sería naco, pero pienso que éste no describe tan claramente la deplorable, y muy censurable, actitud de esos cretinos), la más ilustrativa es el empleo indiscriminado del teléfono celular en los restaurantes. Allí se pone de manifiesto no sólo la carencia de educación, sino también los complejos y muy profundos sentimientos de frustración e inseguridad que, a mi parecer, presentan quienes hacen cabal ostentación de su seudo importancia, y de su mínima educación, al recibir o hacer una llamada telefónica, informando a propios y extraños (porque, además, elevan el tono y engolan la voz para que los que están cerca de ellos escuchen la mayor parte de la conversación) de lo que se supone es una charla privada, o en el mejor de los casos una plática de negocios, a todas luces fuera de lugar, porque un restaurante no es el sitio más apropiado para esta clase de intercambio de opiniones.

(Quiero extenderme en este asunto mencionando que ha llegado a tal extremo el uso de los teléfonos celulares, lo mismo utilizados por hombres que mujeres, que ahora no resulta nada insólito observar que en los automóviles, en el supermercado, en una iglesia (lo mismo si es velorio que matrimonio), o en un concierto sinfónico y en una representación de ópera, tanto jóvenes como personas adultas entornan los ojos al contestar alguna llamada telefónica. Y cuando cualquier hijo de vecino pensaría que van a decirle, a la persona que se comunicó con ellos mediante la telefonía celular, que no pueden atenderla, pues resulta que sí, que toman la llamada y se extienden en una insulsa charla, en el lugar y el momento menos apropiado).

Este asunto me hizo pensar en cuáles hubieran sido los temas de una posible conversación con don Manuel Antonio Carreño, si acaso hubiésemos coincidido en una elegante mesa, bien en el Olimpo, bien en el Parnaso (en ambos parajes degustaríamos deliciosos platillos, y un émulo de Ganímedes nos llevaría una jarra de vino, quizá conteniendo un exquisito caldo de Lesbos, o de Chío, o de Naxos), o bien deambulando por los Campos Elíseos, aquella etérea región próxima al Jardín de las Hespérides. Dejando volar la imaginación, en esa charla yo le habría formulado, como primer pregunta, la siguiente: ¿Qué es para usted la urbanidad? Mi interlocutor seguramente me habría contestado las siguientes palabras: “Llámase urbanidad al conjunto de reglas que tenemos que observar para comunicar dignidad, decoro y elegancia a nuestras acciones y palabras, y para manifestar a los demás la benevolencia, atención y respecto que les son debidos”.

Ahora creo recordar que en seguida le hice la siguiente pregunta: ¿Era prudente, en su tiempo, manifestar en voz alta la satisfacción de haber comido un guiso de acentuada suculencia?. Manuel Antonio Carreño me contestó, diciendo que “En las mesas de etiqueta no está admitido elogiar los platos. En las mesas pequeñas y de confianza puede un invitado hacerlo alguna vez, mas en cuanto a los dueños de la casa, ellos apenas se permitirán hacer una ligera recomendación a un plato, cuando el mérito de éste sea tan exquisito que no pueda menos que ser conocido por los demás”.

A continuación, yo le hice el comentario a aquel Petronio de las buenas maneras --del México de hace ya casi ocho décadas--- que Confucio había dicho que quien se embriaga manifiesta no saber beber, y que Brillat-Savarin , en uno de sus célebres aforismos, había asentado que los que se indigestan y se emborrachan no saben comer ni beber. Cuando estaba a punto de formularle una pregunta al respecto, él me dijo, esbozando una gran sonrisa, que era indudable que “la sobriedad y la templanza son las naturales reguladoras de los placeres de la mesa, las que los honran y los ennoblecen, las que los preservan de los excesos que pudieran envilecerlos, y cual genios tutelares de la salud y la dignidad personal nos defienden en los banquetes de los extravíos, que conducen a los sufrimientos físicos, y que nos hacen capaces de manejarnos, en medio de los más deliciosos licores y manjares, con aquella circunspección y elegancia que distinguen siempre al hombre civilizado y culto”.

Momentos más tarde le pregunté cuál era su opinión de aquellos que se jactan no sólo de su parco comer, sino que cuando les sirven deliciosos platillos simplemente pican desganadamente la comida, y la hacen retirar luego de haber utilizado ese plato como cenicero, habiendo dejado caer, de manera indolente, la ceniza sobre los manjares tan deliciosamente cocinados. Fue entonces cuando me pareció advertir, quizá la única ocasión durante nuestra charla, que un ceño de disgusto ensombrecía su rostro, tranquilo y sereno. Haciendo un esfuerzo por contenerse me dijo lo siguiente: “Jamás llegará a ser excesivo el cuidado que pongamos en el modo de conducirnos en la mesa, manifestando en todos nuestros actos aquella delicadeza, moderación y compostura que distinguen siempre al hombre verdaderamente fino”.

Es muy probable que no falte quien asegure que, en pleno siglo XXI, este asunto de las buenas maneras y la urbanidad en el comportamiento sea materia obsoleta y pasada de moda. Yo tengo la certeza de que nada tiene que ver la época en que transcurre nuestra existencia con la urbanidad que nos debe caracterizar en todo momento. Por ello he querido ocuparme ahora de este tema, de permanente vigencia en la vida social, para que nuestra relación con quienes nos rodean sea más agradable y placentera.

No hay comentarios: