A Castilla y a León
nuevo mundo dió Colón
ANONIMO
Hace tres días, el 12 de Octubre, se cumplieron 520 años de
la llegada ---en 1492--- del llamado “Almirante de las 100 Patrias” , Cristóbal Colón, a una pequeña isla del Mar Caribe. Habiendo
zarpado del puerto de Palos de la Frontera (también llamado Palos de Moguer) el
viernes 3 de Agosto de 1492, a bordo de una nao, la “Santa María” ---anteriormente denominada la
“Marigalante”--- , y dos carabelas, “La Pinta”, y “La Niña”, desembarcó en Guanahaní, una isla a 400 kms
al norte de Cuba, del grupo de las Bahamas, a la cual Colón bautizó con el
nombre de San Salvador.
Es casi seguro que no pocos se preguntarán qué comían los
tripulantes de esas tres embarcaciones, en aquel periplo náutico. Y acerca de
este asunto de notoria importancia, ya que alimentarse durante los setenta días
que tardaron en cruzar el Atlántico debió ser motivo de preocupación, tanto
para Colón como para los marinos que lo acompañaron en aquel viaje, comentaré
que en el libro Las Naves de Colón,
del historiador español José María Martínez Hidalgo, leo los pormenores de la
pitanza de los noventa hombres que viajaron con Colón. “”Para la comida tenían
gamellas (recipientes para colocar los alimentos), platos de madera, escudillas
de barro y cuchillos, así como liarias (vasos rústicamente hechos) para la
ración de agua. Los víveres embarcados comprendían agua, vino, aceite, manteca
de cerdo, harina, bizcocho o galleta, tocino, sal, vinagre, judías, lentejas,
cebollas, habas, ajos, aceitunas, pescado seco y en salazón, arroz, azúcar,
carne de membrillo (sic), miel, queso, almendras, pasas y otras frutas secas en
cantidad suficiente para un año. La base de la alimentación era el bizcocho, tocino,
garbanzos, salazón y queso. Fernando Colón (hijo del Almirante) decía haber
visto a muchos comer la mazamorra de noche, cuando no eran perceptibles los
gusanos que, con la humedad y el calor de la bodega, pronto hacían su
aparición.
“”Es probable que sólo hicieran una comida caliente al día,
a eso de las once de la mañana, antes del relevo de la guardia, y siempre que
el tiempo lo permitiera. No debía resultar cosa fácil, mientras la nave daba
fuertes bandazos y se encapillaban golpes de mar, hacer una simple mazamorra en
el fogón, reducidos a trébedes sobre una plancha de hierro o una losa con
mamparos para resguardarlo del viento, y tierra para aislar el fuego de la
cubierta. El capitán, el maestre, el piloto y el escribano comían en mesa, y el
anuncio para sentarse a ella lo hacía un grumete diciendo: “tabla, tabla, señor
capitán y maestre. Tabla en buena hora. Quien no viniera, que no coma.
“”Los marineros, sin esperar llamadas rimbombantes ni
discretas, irían a las inmediaciones del fogón
---la isla de la olla, le decían---
cuando su olfato adivinara que estaban hervidos los ollaos, y alargando
la escudilla al paje en funciones le dirían: ¡Por la mesana!, acomodándose
luego encima de unas adujas de cabo, en los cuarteles de la escotilla o en el
sitio más resguardado que encontraran.
“”Salazar describe la comida de la marinería: “En un
santiamén se sienta la gente marina en el suelo, y sin esperar bendición sacan
los caballeros de la tabla redonda sus cuchillos y gañavetes de diversas
hechuras, que algunos hicieron para matar puercos, otros para desollar
borregos, otros para cortar bolsas, y cogen entre sus manos los pobres huesos,
y así los van desforneciendo de sus nervios y cuerdas, y en un credo los dejan
más tersos y limpios que el marfil. Los viernes y vigilias comen sus habas
guisadas con agua y sal. Las fiestas recias comen su abadejo. Anda un paje con
la gaveta del brebaje en la mano, y con taza, dándoles de beber harto menos y
peor vino, y más bautizado que ellos querían. Pedid de beber en medio del mar,
moriréis de sed, que os darán agua por onzas, después de estar hartos de cecina
y cosas saladas, que la señora mar no conserva carnes ni pescados que no vistan
su sal. Y así todo lo que más se come es corrompido y hediondo”. Hasta aquí la
transcripción de ese texto.
Esta era, según lo relata José María Martínez Hidalgo la
comida en las embarcaciones de Cristóbal Colón (a quien el historiador Luis
Amador Sánchez llamó “el primer Quijote español”) hace 520 años. En otro
hermoso libro, Pasajeros de las
Indias, escrito por el historiador mexicano José Luis Martínez, se describen las
peripecias de quienes, una vez “descubierto” el Nuevo Mundo, conquistadas
y a punto de ser colonizadas sus
principales ciudades, decidían viajar, décadas más tarde, a las tierras allende los mares. En ese
documentado volumen leo lo siguiente, acerca de la alimentación de aquellos
viajeros: ”Lo primero que tenían que tenían que hacer quienes decidían viajar a
América era llegar a Sevilla, donde contrataban e iniciaban el viaje. En
seguida, se requería tener el permiso expedido por la Casa de la Contratación
de las Indias, o bien de las Reales Audiencias, los virreyes o los gobernantes
de las Indias, en el caso de los viajes a Europa. Una vez instalados en el puerto
de salida y provistos de los permisos
correspondientes, los pasajeros debían tratar con el dueño de un barco, su
capitán o su maestre, para establecer el pago del pasaje, además de que se
debían prevenir para llevar consigo todo el matalotaje y los alimentos que
hubieran menester para el viaje. Salvo el agua de que los proveía, parca y
malamente el barco, los pasajeros debían llevar cuanto necesitasen para su
persona y alimentación. Los pasajeros que se embarcaban en España se proveían
en Sevilla con relativa facilidad, y los que lo hacían en Veracruz, La Habana,
Cartagena o Santo Domingo, de lo que allí hubiere. Las provisiones constaban,
por lo general, de bizcocho, vino, puerco y pescados salados; vaca,
probablemente como cecina; habas, guisantes y arroz; queso, aceite y vinagre.
”Ya en espera en el puerto, obtenidos los permisos,
compradas las provisiones y los ajuares personales y pagado el pasaje, el
traslado y acomodo de cuanto tenía que llevar el pasajero , debió ser difícil y
después un problema permanente. Además de la ropa, objetos personales, cama,
cacharros para preparar los alimentos, guardados en fuertes y pesados baúles,
el pasajero tenía que llevar su alimentación y bebidas para dos o tres meses de
travesía. El peso de los víveres por hombre oscilaba entre ochocientos y
novecientos kilogramos en la salida.
”Una vez superados los mareos y adaptados al ritmo de vida
del barco, y a su monotonía mientras no se presentaran tormentas y peligros,
los primeros días de navegación debieron ser agradables a los pasajeros. El
agua, el vino y las provisiones eran aún abundantes y frescas; y para quienes
no supieran cocinar ni llevaran un criado que los auxiliara, el intento por
prepararse un potaje caliente debió ser motivo de diversión para los demás. En
el desayuno se comía cualquier cosa fría. La comida del medio día era la más
importante, y probablemente la única caliente. Entonces se prendía un fogón
colectivo, siempre que hubiera buen tiempo, y allí acercaban todos sus
sartenes, asadores y pucheros para cocinar sus alimentos. Si no se tenía
amistad con el cocinero la preparación
de los guisos se tornaba bastante problemática, dada la afluencia de quienes
deseaban acercar sus cacharros al fogón.
”Es posible que los momentos más gratos del viaje fuesen las
escalas, en las Canarias, apenas iniciado el viaje, y en las islas del Nuevo
Mundo, cuando ya estaba a punto de
concluir la navegación oceánica. Eran un descanso de las incomodidades del
barco, y la ocasión de beber agua fresca, lavarse y probar las comidas y las
frutas americanas”
Para concluir, quiero
señalar que es fácil suponer lo que significaba cruzar el Atlántico hace poco
más de cinco siglos, en una lenta embarcación movida por el viento. Debió ser
una verdadera penalidad, especialmente por lo que concierne a la alimentación a
bordo. El hecho de no disponer de suficiente agua fresca y de alimentos en buen
estado de conservación durante la
dilatada travesía, seguramente fue motivo de incomodidad y desaliento para
aquellos viajeros, quienes se vieron obligados a comer carnes secas, saladas y
agusanadas, con tal de cumplir su anhelo de llegar a las tierras recientemente
descubiertas, en las cuales pensaban encontrar grandes riquezas.
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