Decían los antiguos que cuando morían, los
hombres no perecían, sino que de nuevo
comenzaban a vivir, casi despertando de un sueño,
y se convertían en espíritus o dioses.
BERNARDINO DE SAHAGUN (1499-1590)
Desde tiempos inmemoriales, que se pierden en la negrura de
la noche de los tiempos, los hombres imaginaron que al morir habrían de ir a
otros mundos, ya que suponían que al dejar la envoltura carnal que durante su
vida terrenal habían tenido, su espíritu se encaminaría a otros lugares donde
disfrutarían de alguna forma de vida después de la muerte. Igualmente tenían la
firme creencia de que desde esos ignotos parajes, en otra dimensión
cósmica, podían ponerse en contacto con
sus familiares y seres queridos en ocasiones muy señaladas.
En infinidad de
parajes, en todo el mundo, han sido encontrados entierros en los cuales al lado
de los restos óseos de quien allí fue inhumado, hay vasijas en los que alguna
vez hubo alimentos para el postrer viaje de esa persona a las regiones ignotas
del más allá. Se tiene noticia que uno de los más antiguos entierros rituales
es el que fue localizado en las montañas
de Zagrós, en Irak, donde fue descubierta una
tumba de una edad aproximada de
sesenta mil años. En efecto, en aquella lejana época algunos miembros de esa
comunidad
(cuyos integrantes
fueron considerados por los prehistoriadores como homo sapiens
neandertaliensis) enterraron a uno de los suyos, y a su lado
colocaron vasijas con alimentos y bebidas para su viaje a otros mundos.
Estas creencias,
firmemente arraigadas en el ánimo de muchos de los pobladores del
planeta Tierra, de una vida después de la muerte, lo mismo aparecen entre los
egipcios, griegos, sumerios y babilonios, que entre los primeros pobladores de
Mesoamérica. Al respecto menciona Eduardo Matos Moctezuma, en su obra Miccaihuitl: el culto a la muerte, que
“Durante el horizonte Preclásico (1800--200 A.C.) se ve ya un culto a los
muertos muy elaborado. En sitios como Tlatilco, Cuicuilco, Tlapacoya y Copilco,
en el centro de México, se han encontrado gran cantidad de entierros a los que
se acompañan con ofrendas, especialmente objetos de barro, entre los que se incluyen diversos tipos de vasijas,
figurillas y máscaras, que nos dan una idea sobre la creencia que en otra vida
tuvieron esos grupos étnicos”. Considero pertinente agregar que otros
investigadores afirman que el periodo Preclásico, también llamado Formativo, es
aquel que se extendió del año 6.000 A.C. al
año 200 A.C., mientras que otros aseveran que tuvo una duración,
aproximada, de dos mil trescientos años, del 2.300 A.C. al comienzo de la era
cristiana.
Entre los antiguos habitantes de Mesoamérica solían
realizarse solemnes rogativas a sus deidades tutelares, en especial durante el
mes noveno, llamado miccaihuitontli, que
se traduce, según menciona Alfonso Caso, en su libro Los calendarios prehispánicos, como
“pequeña fiesta de los muertos”, y que correspondería a lo que para nosotros
son los últimos días del mes de octubre y los primeros del mes de noviembre,
tiempo éste en el que se celebraba la venida de los dioses.
No deja de parecerme curioso
--por darle algún calificativo a este pensamiento— que los pueblos helénicos imaginasen que los
muertos serían guiados por Caronte, a quien acompañaba un can llamado Cerbero,
cuando hiciesen la travesía, a bordo de una balsa, desde la laguna Estigia al lugar donde descansarían
después de su fallecimiento. Los pueblos prehispánicos de Mesoamérica suponían
que para llegar a Mictlán (el reino de los difuntos, donde reina
Mictlantecuhtli, al lado de su consorte Mictlancihuatl, la diosa de la muerte),
que es el inframundo ---sitio que para
ellos equivalía al cielo de los cristianos, y no el infierno, vocablo éste
derivado del latín inferus, que significa región inferior---, debían cruzar el
río Chiconahuapan, lo que hacían auxiliados de un perro xoloitzcuintle. A este
particular Alfonso Caso, en su libro La
religión de los aztecas, señala: “El infierno no es para los aztecas el lugar
a donde van los réprobos; simplemente es el lugar a donde van los muertos”
Estas creencias y festejos a los muertos ya eran conocidas
de los españoles, llegados al país ahora llamado México a raíz de la conquista
de Tenochtitlan. En Cantabria y en Asturias, por sólo mencionar dos regiones
hispanas, eran comunes esas festividades en memoria de los muertos, herencia,
seguramente, de las costumbres celtíberas.
En la Nueva España, a partir del siglo XVI, los misioneros fueron los
encargados de amalgamar esos hábitos y costumbres, los de Europa con los de
América, en un sincretismo cultural que
aún hoy en día tiene cabal vigencia entre nosotros. La forma externa más común
de recordar a los seres queridos que emprendieron el viaje al más allá es la
ofrenda, o Altar de Muertos, que
en infinidad de hogares y lugares es instalado siguiendo las centenarias
tradiciones que privan en nuestro país.
Amando Farga, en su libro Historia de la comida en México, señala que la costumbre de
colocar un altar a los muertos se remonta al año 1563, cuando el beato
Sebastián de Aparicio instituyó estos festejos en la Hacienda de Careaga, en
las proximidades de Azcapotzalco. Y así dice Farga: “Encontrando esta
costumbre, que se venía practicando desde antiguo en otros lugares del mundo,
fácil eco entre los indios, quienes consideraban que, de alguna manera, había
que honrar a sus difuntos, siendo hechas estas ofrendas a base de los productos
y comidas de la preferencia de los desaparecidos”. De acuerdo con esta
tradicional costumbre el día primero de noviembre se recuerda a “los muertos
chiquitos”, y para ello se hacen ofrendas en las cuales hay abundancia de atole
de leche y de pan “de muertos”. Ya al día siguiente se hace un adorno más
elaborado y vistoso, con profusión de
velas, flores, y diversos alimentos como tamales, mole,
dulces, a más de bebidas de todo tipo: pulque, aguardiente y cerveza. Cabe agregar que la investigadora Virginia
Rodríguez Rivera asienta en su libro La
comida en el México antiguo y moderno, que en Milpa Alta le
informaron, en 1945, que “solamente a los tres días de haber sido montada la
ofrenda pueden comer los familiares estos alimentos, a los que, según la
creencia popular, ya les falta la sustancia, pues la absorbieron los seres del
más allá”
El pueblo mexicano ha sabido mantener incólumes muchas de
sus más acendradas tradiciones, resistiendo el
avasallador empuje de las costumbres extranjerizantes, que socavan y
minan el espíritu nacional, en aras de una falsa modernización. Los festejos
propios del “Día de Muertos” constituyen el mejor ejemplo de las palabras
anteriores, ya que por doquier se advierte la perniciosa influencia del
“Halloween” (celebración nacida hace varios siglos, en la época de los celtas,
en Irlanda y Escocia) frente a las “Ofrendas de Muertos”, que en nuestro país
se remontan a los tiempos
prehispánicos ----hace de ello por lo
menos cuarenta centurias----, cuando los
diversos grupos mesoamericanos honraban a sus difuntos, de la misma manera como
lo hicieron los egipcios, los sumerios y los babilonios, para quienes recordar
a sus muertos en una determinada época del año era motivo de importancia
capital.
En el Altar de
Muertos son colocados diversos alimentos y bebidas, ya que se piensa
que en esos días, especialmente el 2 de noviembre, vienen las almas a comer los
guisos que eran de su agrado durante su vida terrenal. De ahí que no falte en
esa ofrenda, presidida por la fotografía de la persona a recordar, que ha sido
adornada por un ramo de aromáticas flores amarillas de cempasúchil, “”consideradas ya (como lo asienta Paul
Westheim, en su obra La calavera) ,
en el México prehispánico como flores de muertos””, y con vistosas y policromas guirnaldas de papel de china, en
las cuales hay diversos platillos, como atole y tamales, chocolate y pan
llamado “de muertos”, calabaza en tacha,
mole salpicado de ajonjolí, frijoles, y
bebidas como pulque, cerveza y tequila, sin que falte una cajetilla de cigarros
y una jarra de barro con agua. Igualmente,
es común colocar un incensario de barro negro vidriado que contiene
copal, para que el aromático incienso prehispánico atraiga más fácilmente el
espíritu de los seres queridos, a quienes de esta manera están honrando sus
deudos.
En esos primeros días del mes de noviembre se recuerda a
nuestros ancestros ya desaparecidos. A “los muertos chiquitos”, el día
1º de noviembre (dedicado a Todos
Santos), y el 2, con sagrado a los “fieles difuntos”. Estas fechas son ocasión
propicia para recordar esas bellas tradiciones mexicanas, y tener presente que
el Altar de Muertos es
una ofrenda que, a más de la complicada y simbólica parafernalia que le da
forma (comprende un “árbol de la vida”,
críptico elemento decorativo presente no solamente en México sino
también en varios otros países del viejo mundo), presenta una amplia variedad
de postres y melindres propios de la cocina mexicana, como calaveras de azúcar,
calabaza en tacha, guayabas y tejocotes en almíbar, muéganos, pan “de muertos”,
arroz de leche y varios otros dulces mexicanos.
Este fin de semana, en el cual se recuerda a “los muertos chiquitos”, el día 1º de noviembre, y el 2 del mismo mes a los
fieles difuntos, es ocasión propicia
para visitar el restaurante “Nicos” (sito en la avenida Clavería 3102) y
admirar el hermoso “Altar de Muertos” que en ese afamado establecimiento de
restauración del área de Azcapotzalco es instalado desde hace ya un par de
décadas, por lo menos. Esta ofrenda constituye un motivo de agrado para quien
lo contempla, ya que a más de la complicada parafernalia de esa tradicional presentación
(que comprende, entre varios otros motivos ornamentales, un “árbol de la
vida”, críptico elemento decorativo
presente no solamente en México sino también en varios otros países del viejo
mundo), hay una amplia variedad de
postres y melindres, como calaveras de azúcar, calabaza en tacha, guayabas y
tejocotes en almíbar, muéganos, capirotada. pan de muertos, arroz de leche y
varios otros dulces mexicanos, de los cuales los comensales se sirven ad libitum al concluir su apetitosa
manducatoria.
En estos días de “muertos” el menú enlista, como
especialidades de temporada, suculencias
tales como el chile miahuateco relleno de trucha ahumada (se trata de una
ensalada de trucha orgánica, ahumada con leña de encino y arropada con chile
rojo de Miahuatlán, Oaxaca, en escabeche); la lengua en cuñete (este manjar se
basa en una antigua receta en la cual la lengua va acompañada de verduras,
vinagre, vino blanco y hierbas de olor); el chichilo negro con carne Wagyu (uno
de los tradicionales siete moles oaxaqueños, elaborado con el chile chilhuacle
y carne del rancho “Las Luisas”, del estado de Tamaulipas); el Mextlapique de
trucha y milpa (la trucha y las verduras de la milpa van envueltos en hojas de
totomoxtle, que son tatemadas al comal, y el Pato en tlatonile (sabrosas
carnitas de pato en mole de fiesta veracruzano, elaborado con chile comapeño).
En el restaurante “Nicos” la carta de postres es muy
sugestiva, por los numerosos melindres que incluye, pero en estos días hay
además otra, llamada de “Ofrenda de muertos” , que incluye apetitosidades como
la capirotada, la calabaza en dulce de piloncillo, los tejocotes con miel de
piloncillo y las guayabas en almíbar, perfumadas a la canela, entre varias
otras suculencias.
No hay comentarios:
Publicar un comentario