miércoles, 15 de agosto de 2012

UN REFINADO GOURMET Y UN INSACIABLE GLOTON


La primera satisfacción del apetito debe
servir siempre como medida para el
comer y beber, y el apetito mismo es
la salsa del placer.

EPICTETO (55-135)

Hace apenas dos días, el 13 de agosto, se cumplieron cuatrocientos noventa y un años de la caída de la capital mexica, la opulenta ciudad de Tenochtitlan, en poder de las huestes de Hernán Cortés. Ese día fue apresado el tlatoani Cuauhtémoc (quien era primo de Moctezuma Xocoyotzin)  por el capitán ibero García Holguín, cuando trataba de escapar ---a bordo de una embarcación-- del cerco impuesto por los bergantines de los españoles. Dicha efeméride es motivo más que suficiente para recordar ahora los hábitos manducatorios de dos poderosos monarcas, uno europeo y el otro americano, quienes gobernaron casi simultáneamente en el siglo XVI.

Cuando los españoles llegaron a la capital del imperio mexica no dejaron de asombrarse del refinamiento mostrado por el monarca azteca. Moctezuma Xocoyotzin  (Moctezuma II, nacido en 1466, ya que Moctezuma I fue llamado Ilhuicamina),  el Tlatoani que gobernó el vasto imperio azteca de 1502 a 1520, quien era  –de acuerdo a la minuciosa descripción que hizo Bernal Díaz del Castillo, en su obra Historia Verdadera de la Conquista de la Nueva España  un gourmet en la cabal acepción de la palabra. Así dice el cronista de aquella gesta épica: “”En el comer, le tenían sus cocineros sobre treinta maneras de guisados, hechos a su manera y usanza, y teníanlos puestos en braseros de barro chicos debajo, porque no se enfriasen, y de aquello que el gran Moctezuma había de comer guisaban más de trescientos platos, sin más de mil para la gente de guarda; y cuando habían de comer, salíase Moctezuma algunas veces con sus principales y mayordomos y le señalaban cuál era el mejor, y de qué aves y cosas estaba guisado....cotidianamente le guisaban gallinas, gallos de papada, faisanes, perdices de la tierra, codornices, patos mansos y bravos, venados, puerco de la tierra, pajaritos de caña, y palomas, y liebres y conejos y muchas maneras de aves y cosas que se crían en esta tierra......él sentado en un asentadero bajo, rico y blando, y la mesa también baja, y allí le ponían sus manteles de mantas blancas y unos pañizuelos algo largos de lo mismo, y cuatro mujeres muy hermosas y limpias le daban agua a manos en unos como a manera de aguamaniles hondos, que se llaman xicales, y le daban sus toallas, y otras dos mujeres le traían el pan de tortillas......mientras que comía, ni por pensamiento habían de hacer alboroto ni hablar alto los de su guarda, que estaban en las salas. Traíanle frutas de todas cuantas había en la tierra, mas no comía sino muy poca de cuando en cuando””. Hasta aquí la cita de Díaz del Castillo.

Moctezuma II sorprendió a Cortés y a sus lugartenientes por la elegancia de la que hacía gala en sus hábitos manducatorios. En la Segunda Carta de Relación, dirigida al monarca español (Carlos I de España y V de Alemania), Hernán Cortés refiere que a Moctezuma,  “al principio y al fin de la comida y cena siempre le daban agua a manos. Y con la toalla que una vez se limpiaba, nunca se limpiaba más”. El conquistador extremeño ignoraba que la educación que el antepenúltimo emperador azteca había recibido en el Calmecac establecía, entre varios otros rígidos preceptos educativos, lo siguiente: “quiero que adviertas, hijo mío, la manera que has de tener en el comer y en el beber. Se templado en la comida y en la cena...la honestidad que debes tener en el comer es ésta: cuando comieres, no comas con demasiada desenvoltura, ni des grandes bocados en el pan, ni metas mucha vianda junta en la boca, porque no te añuzgues, ni tragues lo que comieres como perro. Comerás con sosiego y con reposo, y beberás con templanza cuando bebieres...mira que no te hartes de comida, sé templado, ama y ejercita la abstinencia y el ayuno”.

Salvador Novo, en su libro Cocina Mexicana o historia gastronómica de la ciudad de México, menciona lo siguiente: “”En términos muy parecidos describe Cortés, en su Segunda Carta de Relación, la comida de Moctezuma. También al capitán le sorprende que “al principio y al final de la comida y la cena, siempre le daban agua a manos y con la toalla que una vez se limpiaba nunca se limpiaba más, ni tampoco los platos y escudillas en que le traían una vez el manjar se los tornaban a traer, sino siempre nuevos, y así hacían con los braserillos””

Todo lo contrario a Moctezuma II era la “Sacra, Católica e Imperial Majestad” de Carlos I de España y V de Alemania, hijo de Felipe el Hermoso y Juana la Loca (ésta última hija de Isabel de Castilla y Fernando de Aragón), (a quien Hernán Cortés y sus soldados nunca pudieron haber observado cuando comía),  quien abdicó en 1557 a favor de su hijo Felipe II, para recluirse en el monasterio de Yuste, sito en la Provincia de Cáceres, donde continuó con sus pantagruélicas comelitonas, hasta que expiró el imperial glotón, el más representativo de los guzgos, en septiembre de 1558, agobiado su cuerpo por infinidad de dolencias. 

Pedro Antonio de Alarcón dijo de él que “fue el más comilón de los emperadores habidos y por haber. Maravilla leer el ingenio, verdaderamente propio de un gran jefe de Estado Mayor, con que resolvía la gran cuestión de vituallas, proporcionándose en aquella soledad de Yuste los más raros y exóticos manjares; con decir que comía ostras frescas en el centro de España, cuando en España ni siquiera había caminos carreteros, bastará para comprender las artes de que se valdría a fin de hacer llegar en buen estado a la sierra de Jaranda sus alimentos favoritos”.

Manuel M. Martínez  Llopis, en su documentado libro  Historia de la Gastronomía Española”, menciona lo siguiente: “Cansado de gloria y harto de recibir los honores que correspondían al soberano más poderoso del orbe, decidió retirarse ---el 3 de febrero de 1557--- a Yuste para velar por la salvación de su alma, recluido en una celda y alejado de toda pompa, pero sin olvidar del todo el regalo del cuerpo, pues desde que el egregio huésped ocupó su  camareta monacal los monumentales fogones del monasterio se encendían con gran actividad para satisfacer el buen apetito del Emperador”.

Otro escritor, Emilio Castelar, señala que “tenía un apetito voraz, parecido a un hambre continua. Este apetito le constreñía de suyo a comer muchísimo, y este comer excesivo le causaba si no indigestiones sí desarreglos en el estómago. Agréguese a esto la configuración de sus mandíbulas y la imposibilidad absoluta de masticar bien sus alimentos diarios. No se moderó gran cosa en la mesa después de su abdicación y su retiro. Apartado del mundo para satisfacer sus propensiones individuales, interrumpidas por los públicos negocios,  debía darse todo entero a la más natural y más fácil de satisfacer: a la propensión a la comida y la mesa”. 

El cosmógrafo mayor de Carlos I de España y V de Alemania, Alonso de Santacruz,  dejó el siguiente testimonio: “Su mayor fealdad era la boca, porque tenía la dentadura tan desproporcionada con la de arriba, que los dientes no se encontraban nunca, de lo cual se seguían dos daños: el uno tener el habla en gran manera dura, y lo otro tener en el comer mucho trabajo, por no encontrarse los dientes no podía masticar lo que comía, ni bien digerir, de lo cual venía muchas veces a enfermar. En el tiempo de su comida casi no hablaba palabra y tampoco en la sala donde estaba. Los manjares que más le agradaban eran de venados y puercos monteses, de avutardas y grúas. No era amigo de comer potajes, sino de asado y cocido, ni jamás le servían lo que hubiese de comer, sino que él mismo se lo había de tomar”.

Roger Asma, por su parte, escribió que había bañado su abundante comida con generosos tragos de vino. “Sumergió su cabeza en un gran vaso de plata y en cada ocasión bebió por lo menos un cuarto de galón –casi un litro—  de vino del Rin”.

Otro testimonio es el de Van Meale, ayuda de cámara de aquel regio personaje que vivió sesenta años (y quien al morir presentaba el aspecto de un decrépito anciano), quien pensaba que el hambre exagerada que padecía era “el manantial antiguo y muy profundo de las numerosas enfermedades del Emperador”.

De ese rey ibero menciona Néstor Luján las siguientes frases: “Aún no ha cumplido los cincuenta y seis años cuando renuncia en Flandes a todas sus dignidades, y meses más tarde marcha hacia el monasterio donde acabará sus días. La retirada del Emperador sorprendió al mundo entero, y tiene su origen en un estado anímico derivado posiblemente de sus agudas dolencias. Y es que semejaba ya un anciano a los cuarenta y cinco años de edad....La imagen del césar Carlos montado a caballo ante sus tropas, con la pierna en cabestrillo por la gota, es de una feroz y majestuosa vitalidad. Aparece en ella el acusado prognatismo de su rostro, que le obligaba a tener la boca abierta, tanto más cuanto que su labio inferior era extraordinariamente grueso, como suele suceder en la familia Habsburgo....Es evidente que su masticación era muy deficiente, amén de tener, desde muy joven, una dentadura escasa y mala. Cerrando la boca, no podía juntar los dientes. Así pues, no es raro que digiriese dificultosamente, sobre todo si consideramos que engullía con una voracidad ansiosa e irreprimible”

A continuación agrega el ameno escritor que es Néstor Luján, autor de preciosos libros en torno a la gastronomía: “Carlos V no se corrigió jamás. En Yuste siguió devorando sus manjares predilectos a pesar del refrán español que dice “la gota se cura tapando la boca”. El monasterio y su maravilloso y sosegado paisaje no gustaron a ninguno de sus acompañantes, aunque vivían con gala y lucimiento y no se privaban de ningún manjar. Las relaciones de su secretario Gaztelu y su mayordomo Luis Méndez Quijada, quien hacía treinta años que le servía, expresan la preocupación de no poder satisfacer en todos los puntos a la portentosa y abismal glotonería de Carlos V. Y, sin embargo, conocemos los manjares que llegaban hasta el monasterio: ostras vivas o picadas, anchoas en salazón, sardinas, mariscos de toda especie conservados en unas cajas con hielo o nieve, pasteles de lamprea, la enigmática jalea de anguilas, perdices, liebres y venados, las frutas de Yuste, los espárragos.

Carlos I había llevado al retiro a su propio cervecero y acompañaba sus pantagruélicas comidas con grandes cantidades de cerveza helada, a pesar de las hemorroides y de la gota que le atormentaron sus últimos días”.

Es muy probable que si tuviéramos la oportunidad de revisar la historia clínica del emperador español Carlos I, quien, al decir de sus contemporáneos  (sobre todo de quienes estuvieron cerca de él,  en sus años de retiro en el cenobio de Yuste, y fueron testigos de los estragos que las enfermedades de origen metabólico hicieron en el maltrecho organismo del otrora poderoso césar),  padecía de numerosas enfermedades atribuibles a su desenfrenada gula, nos daríamos cuenta que esas notas médicas  mostraban   estrecha similitud con la descripción del estado de salud  del rey inglés Enrique VIII, el padre de Isabel I. Este obeso monarca sufrió, igualmente, de múltiples dolencias físicas, debidas, seguramente, a sus excesos en el comer y en el beber. Su obesidad le produjo, entre otros muchos  problemas, impotencia sexual, lo que para un rey que anhelaba, de manera ardiente,  tener descendencia masculina,  era un trastorno mayúsculo. Al llegar la muerte a ambos monarcas sus organismos mostraban una acentuada decrepitud,  que es posible apreciar en los retratos que de ellos hicieron varios pintores, a pesar de que los estragos del tiempo, visibles sobre todo en el rostro de esos regios personajes, fuesen  suavizados por los artistas que dejaron a la posteridad la imagen caduca de esos aristócratas.




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