lunes, 16 de mayo de 2016

CONVERSACIONES GASTRONOMICAS INTEMPORALES (VI)




UNA CHARLA CON EL LAZARILLO DE TORMES


 
Julio Torri, un eminente historiador de la literatura hispana, escribió lo siguiente: “Como es bien sabido, las letras españolas alcanzan su edad clásica  -–o sus siglos de oro—  en el XVI  y  XVII.  El período más brillante comprende los últimos treinta años del siglo XVI y los primeros treinta del siglo siguiente, período en que conviven las generaciones representadas por Cervantes, Lope  de Vega y Quevedo”.  De esa época, agrego yo,  data El Lazarillo de Tormes, obra con la cual, a decir de los especialistas en la novelística ibérica del siglo XVI, da comienzo la novela picaresca, por muchos llamada “la epopeya del hambre”.  Sus personajes son, generalmente, seres  de corta edad  --motivo por el cual no hay escenas amorosas en esos libros---, quienes  sobreviven sirviendo a diversos amos, a cual más de famélicos, harapientos y miserables. 

Los personajes de esas novelas, en las cuales queda descrita de manera muy pormenorizada  la paupérrima existencia de esos seres marginados de la sociedad de su tempo,  “Emplean   -–dice Torri—  para ganarse el sustento la malicia, y la visión que ofrecen de la vida es risueña y divertida, sin desesperación ni amargos resabios.  El medio ambiente hostil y duro agudiza el ingenio del pícaro, y lo dota de socarronería y disimulo”.  El Lazarillo de Tormes es considerado hoy en día una obra anónima  (publicada en 1554),  que describe la circunstancia social por la que transcurren las andanzas de su joven protagonista, la cual refleja la lacerante  situación por la que atravesaba España a mediados del siglo XVI.

Pues bien, aconteció que hace unos meses, estuve yo hospedado por segunda ocasión, en tres años, en el Parador Nacional Conde de Orgaz, en la hermosísima ciudad de  Toledo, llamada “La ciudad Imperial”, ya que  fue la sede de la corte del emperador Carlos I de España y V de Alemania, y denominada también  “la ciudad de las tres culturas”, pues fue el lugar de residencia, durante varios siglos, de  cristianos, judíos y musulmanes, quienes allí convivieron  pacíficamente,  mejor  cabría  decir que coexistieron de manera armónica, para ejemplo de futuras generaciones.  Este lujoso hotel está ubicado en las afueras del casco histórico de tan primorosa ciudad, en las laderas del Cerro del Emperador, y desde sus terrazas se contempla una extraordinaria panorámica de esta urbe, apreciándose nítidamente, a lo lejos, la Catedral, el Alcázar y las blancas sinagogas, mientras que en la parte baja corre el río Tajo, tan cantado en infinidad de poesías.

Una mañana, después de haber almorzado opíparamente  ---recuérdese que los filólogos aseveran que la palabra almuerzo viene del  vocablo árabe al morsus,  que significa comida ligera que tiene lugar por la mañana---,  hice una detenida visita al Alcázar de Toledo, sitio donde se registró una encarnizada batalla entre franquistas y republicanos, durante la Guerra Civil española.

Al concluir el recorrido de este histórico recinto  me encontré con un imberbe jovenzuelo cuyo nombre verdadero sería Lázaro González Pérez, pero a quien, por sus miserables orígenes y por haber venido al mundo en las inmediaciones de un río de Salamanca, el Tormes, todos llamaban Lazarillo de Tormes.  El  historiador José García López dijo que “era el  hijo de un padre ladrón y una madre de conducta reprobable y en extremo  irregular”.  Este muchacho, con lacrimosa suerte, sirvió sucesivamente  a un listísimo ciego, a un avariento clérigo y a un paupérrimo hidalgo, hasta que logró colocarse en la casa de un arcipreste, en la pujante urbe toledana, donde finalmente vino a casarse con la criada de ese religioso.

Apenas vi a ese jovenzuelo me vino a la mente, por su andrajoso aspecto, la imagen de los pícaros de aquella aciaga época, cuando promediaba el siglo dieciséis. En la literatura española figuran, desde entonces, personajes  de imperecedera fama como El Buscón llamado Don Pablos, Estebanillo  González, Marcos de Obregón y  Guzmán de Alfarache.   Ver  a este joven y preguntarle ¿Eres tú El Lazarillo de Tormes? Fue todo.  Respondióme afirmativamente con un simple movimiento de cabeza y yo, deseoso de conversar con ese joven, que mi buena suerte me ponía enfrente, invitéle a comer en el restaurante “La Orza” (ubicado en la calle de Descalzos, en el barrio de la Judería, muy cerca de la Casa del Greco), un agradable restaurante que me habían recomendado conocer durante mi recorrido por la otrora imperial ciudad de Toledo

Una vez instalados en  ese comedor, y habiendo ordenado, para comenzar, una botella de vino toledano “Conde de Montalbán”, una tortilla de patatas con chorizo,  una buena ración de jamón ibérico,  queso manchego y una hogaza de pan de centeno, le pregunté acerca de su vida al lado del ciego, con quien lo recomendó su madre, cuando apenas era un niño.  “Sepa usted  –me dijo--, que desde que Dios crió el mundo, a ninguno formó más astuto ni sagaz; en su oficio era un águila: ciento y tantas oraciones sabía de coro, con un rostro humilde y muy devoto, que con muy buen continente ponía cuando rezaba, sin hacer gestos ni visages con boca ni ojos, como otros suelen hacer.  Mas también quiero que sepa vuestra merced que, con todo lo que adquiría y tenía, jamás tan avariento ni mezquino hombre me vi, tanto que me mataba a mí de hambre”.

---Cuéntame, Lazarillo,  ¿Cómo fue que lo abandonaste, después de que ya te ibas acostumbrando a su ruindad y cortedad?

---Aconteció que este hombre usaba poner, cabe si, un jarrillo de vino cuando comíamos, y le daba un par de besos callados y tornábale  a su lugar.   Por reservar su vino a salvo nunca, pues, desamparaba el jarro, antes lo tenía por el asa asido.  Y yo, con una paja larga  de centeno, la metía dentro del jarro, chupaba el vino y lo acababa. Ese traidor tan astuto pienso que me sintió y luego asentaba su jarro entre las piernas, y tapaba la boca con la mano.  Pero yo, que estaba hecho al vino, moría por él.  Así es que le hice un agujero y lo tapaba con una delgada capa de cera.  En el tiempo de comer, fingiéndome tener frío me ponía entre las piernas del ciego, y al derretirse la cera bebíame el vino que destilaba.  Pero ese viejo un día descubrió, al tacto, la cera que tapaba el agujero, y en la primera oportunidad lo dejó caer sobre mi boca, rompiéndomela por muchas partes y me quebró los dientes, sin los cuales hasta hoy en día me quedé.

---Cuando abandonaste al ciego, causándole un serio contratiempo al hacerlo que se diera un gran golpe contra un pilar de piedra, buscaste otro amo y lo encontraste, peor de avaro, en la persona de un clérigo.  Dime Lazarillo, ¿Cómo te fue  con aquel religioso?

---Escape del trueno y di en el relámpago, a su lado todo era miseria y hambre.

---Platícame, Lazarillo,  cuál era tu comida sabatina con ese clérigo?

---Los sábados comíase en esta tierra cabezas de carnero, y enviábamos por una.  La cocía y comía los ojos, y la lengua, y el cogote, y los sesos y la carne que en
las quijadas tenía, y dábame todos los huesos roídos, y dábamelos en el plato, diciendo:  “Toma, come, triunfa que para ti es el mundo; mejor  vida tienes que el Papa”.  Tal te la dé Dios, decía yo entre mí.

---Bueno,  Lázaro de Tormes, hijo de Tomé González y de Antonia Pérez.  Si ese miserable clérigo te privaba de alimentos, te llenaba de buenos consejos…

---Así es, me solía repetir frecuentemente que los sacerdotes debían ser muy templados en su comer y beber, y que por eso no se desmandaba como otros.  Pero mentía falsamente, porque en cofradía y mortuorios que rezamos a costa ajena comía como un lobo y bebía más que un saludador.

---Pasado el tiempo fuiste mozo de un escudero, pero tampoco fue propicia la fortuna para contigo al lado de ese sujeto, tan celoso de su honra.  A su lado tuviste una infortunada experiencia pues el hambre más atroz te perseguía de continuo.

---Sí, contemplaba yo muchas veces mi desastre, que, escapando de los ruines años que había tenido y buscando mejoría, me vine a topar con quien no sólo no me mantuviese, mas a quien había yo de mantener: Con todo, le quería bien, con ver que no tenía ni podía y antes le tenía lástima que enemistad.

Muchas preguntas más se me agolpaban en el pensamiento, pero llegó un momento en que  El Lazarillo de Tormes, viéndome tan deseoso de continuar con la conversación me hizo señal de que ya se sentía fatigado y somnoliento, y quería poner punto final a nuestra charla, a lo que accedí con pesar.















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