lunes, 4 de julio de 2016

CONVERSACIONES GASTRONOMICAS INTEMPORALES (XIII)



UNA CHARLA CON SALVADOR NOVO

Una mañana de septiembre del año 1968 visité en su domicilio a Salvador Novo, quien fungía desde tres años antes como el Cronista de la Ciudad de México. Lo fui a buscar a su casa, ubicada en la calle Madrid, en Coyoacán, para llevarle mi tercer libro publicado: Las Montañas de México: Testimonios de sus cronistas, el cual había visto la luz un mes antes. Siguiendo la costumbre establecida con estos personajes, quienes en su momento fueron honrados con tan distinguido nombramiento de historiadores del diario acontecer de la ciudad  capital de nuestro país  (como Luis González Obregón, Artemio de Valle Arizpe y Miguel León-Portilla), a la calle donde estaba su casa se le impuso el nombre de tan renombrado escritor.

Cuando me apersoné en su morada abrió la puerta un esbelto efebo de tez  morena,  agradables facciones, juncal cuerpo y cadencioso andar. Por su aspecto físico me pareció un digno exponente de la raza indígena, quien, seguramente, era el asistente del personaje a quien yo buscaba. Le comenté que no tenía cita para hablar con Salvador Novo, y que lo único que yo deseaba era obsequiarle un ejemplar de dicho libro, pues de alguna manera hacía alusión a los testimonios de los cronistas de siglos XVI al XX, quienes en sus escritos se habían ocupado de narrar las historias y leyendas de las tres cumbres nevadas de mayor altitud de nuestro país: el Citlaltépetl  (5.748 mts.), el Popocatépetl  (5.452 mts.) y la Iztaccíhuatl  (5.250 mts.).

Este joven me comentó  ---al regresar de haber hablado con su empleador--- que el Maestro Salvador Novo se encontraba ocupado, y que no le era posible recibirme, pero que yo podía dejarle el libro que le llevaba. Cabe agregar que mucho me agradó recibir, a los pocos días, una amable carta suya (en aquellos días no existía el fax y menos el E-Mail), donde encomiaba la obra que yo había pergeñado.
Cabe decir que  Salvador Novo, nacido en 1904, en los albores del siglo XX, fue un  maestro en el galano arte de escribir.  Su dominio fue completo en los diferentes géneros que cultivó: poesía, crónica, prosa, teatro, periodismo, y también fue un renombrado  director teatral y extraordinario cronista de la ciudad de México.  Su pluma, de acerada ironía, era de una elegancia wildeana, que le granjeó, por su desparpajo y gracejo, no pocos enemigos en el mundo de las letras y las artes mexicanas.  Entre varias otras, son célebres sus obras teatrales La culta dama, Yocasta o casi, La guerra de las gordas y A ocho columnas.

Notoriamente homosexual, no se inhibió en hacer gala de sus preferencias sexuales, en una época en que la mayoría de esas personas no se atrevían a salir del closet, y menos todavía a manifestar abiertamente su personal inclinación a este respecto. Sus numerosos enemigos se referían a él, con virulenta acrimonia, alterando su nombre y llamándolo Nalgador Sobo.  

En su domicilio,  instaló, a mediados de la década de los años cincuenta,  el  Teatro “La Capilla”, donde montó numerosas obras teatrales, y un restaurante llamado “El Refectorio”, donde servían a la nutrida clientela platillos nacionales de gran exquisitez, según los comentarios de la prensa de aquellos lejanos días.

Pues bien, varios años más tarde,  una  soleada tarde de verano, después de haber escalado las escarpadas laderas del Monte Parnaso  (evocando la intensa y apasionada actividad que yo había realizado,  como excursionista y montañista, en las cumbres nevadas de México, durante poco más de cuatro décadas), me encontraba yo en la cumbre de ese agreste picacho griego, de 2.457 metros de altura, próximo a la población de Delfos, al norte del Golfo de Corinto. En las laderas de esta cumbre se halla el Templo de Apolo, donde alguna vez estuvo el célebre Oráculo de Delfos. Es prudente señalar que “Parnaso era el nombre de un personaje mitológico. Por ser la morada de Apolo y las Musas, se considera al Monte Parnaso como la patria simbólica de los poetas”.

En los momentos en que recordaba que, de acuerdo con la mitología helénica, allí residían las Musas,  vi venir hacia mí  a Salvador Novo, pulcra y elegantemente ataviado, como era su inveterada  costumbre.   Teniendo conocimiento que desde el 3 de enero de 1974 este émulo de Oscar Wilde  ---según mi personal apreciación---  era  morador de las esferas ultraterrenas, y disfrutaba de la compañía de las Mélides, en el Jardín de las Hespérides, pensé que seguramente había ido ese día al Parnaso a entrevistar a Melpómene  y  a Talía, las Musas de la tragedia y de la comedia, respectivamente. No quise dejar pasar esta feliz oportunidad para conversar con él acerca de la gastronomía, tema en el que fue, asimismo, una personalidad muy distinguida en la capital mexicana.  Fue por ello que, una vez instalados bajo un frondoso álamo,  cuyo ramaje mitigaba un poco las inclemencias del acentuado calor vespertino,  dio comienzo la conversación con tan notable literato mexicano

---Dígame, Maese Novo, usted cuyo conocimiento de la lengua náhuatl y de las costumbres gastronómicas de los pueblos prehispánicos fue tan amplio, ¿cuál era la dieta de los aztecas?

---Asentados  ya en Tenochtitlán, la laguna brindó a los mexicas una rica provisión de proteínas: el caviar del ahuauhtli, los acociles, los charales, los jumiles. Y las ranas, los patos, gallaretas, apipizcas.  Las chinampas empezaron a producir legumbres (quilitil), el tomate de proclamada rubicundez, la gordura que le da nombre tomatl, “cierta fruta que sirve de agraz en los guisados o salsas”; y la combinación de tomates y quelites y chiles en moles, jugos ultravitamínicos exprimidos en el molcaxitl.

---A su juicio, ¿con esos alimentos se encontraban bien nutridos nuestros ancestros?

---Era ciertamente parca la dieta de aquella raza;  y asombrosa la agilidad, fortaleza y reciedumbre de aquellos caminantes infatigables, de aquellos viejos que alcanzaban  longevidades increíbles, dueños aun de todas sus facultades físicas y mentales; de su dentadura firme, blanquísima y completa; de su pelo recio, lacio, negro y brillante.

---En su libro Cocina mexicana, cuyo subtítulo es Historia Gastronómica de la Ciudad de México, usted describió lo que los conquistadores se llevaron de México, una vez dueños de la opulenta capital de los mexicas.  ¿Qué puede decirme al respecto?

---Lo que de más valioso se llevaron los conquistadores no es ciertamente el oro
(el teocuitlatl: el excremento de los dioses).  El oro es muerte, inercia.  Se acaba, se esconde.  Lo bueno,  llamado por los mexicas “cualli”,  es lo que da alimento al hombre y lo que, como el hombre, es capaz de reproducirse y prosperar, frutecer, ser eterno, nuevo a cada primavera, a cada re-encarnación.  Esa es la verdadera riqueza, la imperecedera riqueza; la que cuando México entrega al mundo, su cesión no constituye un despojo que lo prive de su riqueza natural ni que lo empobrezca; sino una fraternal comunicación de sus bienes.  Lo que no se agota; nuestras semillas, plantas, frutas, que llevarán por todo el mundo el tributo generoso de México.

---Una vez establecido en la Nueva España el periodo colonial tuvo lugar un mutuo enriquecimiento de la cocina azteca con la ibera.  Los elementos de una y otra se fundieron sápidamente, sentándose así las bases de la cocina mexicana de nuestros días. ¿Está usted, Maese Novo, de acuerdo en ello?

---En efecto, consumada la independencia, sobreviene un largo periodo de ajuste y entrega mutuos; de absorción, intercambio, mestizaje: maíz, chile, tomate, frijol, pavos, cacao, quelites, aguardan, se ofrecen.  Llegaron arroz, trigo, reses, ovejas, cerdos, leche, quesos, aceite, ajos, vino y vinagre.

--Cuál sería, a su juicio, el clímax de ese mestizaje gastronómico?

---Los chiles rellenos: de queso, de picadillo; con pasas, almendras y acitrones; capeados con huevo batido; fritos, y por fin, náufragos en salsa de tomate y cebolla, con su puntita de clavo y de azúcar.  Para coronar un arroz con chicharos; para verse acompañados de frijoles refritos en el viaje que los arropa en el abanico de la tortilla caliente que sostienen –cuchara comestible—dos dedos diestros hasta una ávida boca, ya hecha agua.  O la orfebrería coronada de rubíes de los conventuales chiles en nogada.

---Maestro, usted que en su feudo gastronómico de “La Capilla”, en el barrio de Coyoacán de la ciudad de México,  rindió culto a Gastérea, la Décima Musa, quien preside los deleites del guiso. ¿Qué puede decirme de la influencia francesa, tan ostensible en el siglo decimonónico, en la capital de la República Mexicana?

-—Restaurantes y hoteles fueron desde el principio la actividad a que los franceses se dedicaron con éxito y pericia en el México del siglo XIX.  El afrancesamiento de las costumbres consistió sobre todo en elevar el nivel de la elegancia en torno a la mesa del restaurante.  Una minuta redactada en francés confería una clara superioridad a quien pudiera descifrarla, y le extendía una patente de aristocracia, distinción y mundanidad.  ¿Quién iba a pedir un caldo con verduras y menudencias, si en la minuta del restaurante podía señalar el renglón que anunciaba lo mismo, pero con el nombre elegante de “petite marmite”? ¿Quién un cocido si había “pot au feu”? ¿Quién pediría un guisado si podía ordenar un gigot? ¿Pollo, si volaille, queso, si fromage?  Los franceses poseían el secreto de bautizar con nombres críticos y desorientadores los muy variados platillos que listaban en sus restaurantes.

Ya las últimas frases me iban resultando punto menos que inaudibles.  La silueta del sibarítico gourmet se iba difuminando a medida que la tarde iba cayendo, y las primeras tinieblas invadían el entorno.  Hubo un momento en que estuve solo, hablando sin tener ningún interlocutor que contestara mis preguntas.  Pero yo estaba eufórico por la sorprendente experiencia que había tenido,  de conversar con Salvador Novo, aún cuando fuera por unos breves momentos,  en aquel aislado paraje del Parnaso, la montaña donde moraban Apolo y las Musas.



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